Tyrion: –It’s a beautiful dream: stopping the wheel. You’re not the only person who’s ever dreamt it.
Daenerys: –I’m not going to stop the wheel. I’m going to break the wheel.
El 10 de diciembre de 2019 va a asumir el 9° gobierno electo de la nueva democracia argentina. No sabemos quién va a encontrarse ese día recibiendo el bastón presidencial ni las condiciones sociales, políticas y económicas puntuales que lx recibirán, pero sí sabemos, a priori, dos cosas:
- que, a pesar de los predecibles esfuerzos preelectorales del macrismo para mejorar la situación económica, habrá una gran crisis estructural de la cual alguien, más temprano que tarde, tendrá que hacerse cargo.
- que, como está planteado hoy en día el escenario, habría necesariamente dos propuestas contrapuestas para salir de esa crisis. Profundizar el ajuste en todos los planos para “depurar” un país inviable, para algunxs, o detener los recortes y volver a las políticas expansivas keynesianas sostenidas por el consumo, para otrxs. Ajustar o expandir.
Siempre, ajustar o expandir. Más allá de los pormenores económicos que traen aparejadas las dos propuestas –con decenas de variantes internas–, es evidente que, en grandes rasgos, las discusiones políticas hoy en día están profundamente marcadas por esa dicotomía. Y justo ahí es donde queremos detenernos: Ajustar o expandir.
En 1976 Guillermo O’Donnell escribió un paper titulado Estado y Alianzas en la Argentina en el que, a grandes rasgos, explicaba el “empate hegemónico” durante el período 1956-1976 a partir del conflicto entre dos alianzas de clase que se disputan un Estado completamente vulnerable: la alianza ofensiva, integrada por la burguesía agraria pampeana y, según conveniencia, la alta burguesía industrial, y la alianza defensiva (la que más nos interesa aquí), conformada por los sectores populares, la pequeña burguesía urbana y, sí, según el contexto, la alta burguesía industrial.
Al compás de los famosos ciclos económicos en la Argentina, la alianza defensiva lleva adelante políticas expansivas y de inclusión hasta que el “cuello de botella” de la crisis de la balanza de pagos motiva que la alta burguesía, “pendulando hacia los intereses objetivos de la burguesía pampeana”, se cambie de bando. Con su nuevo aliado, llega la alianza ofensiva para volver a poner en el centro de la escena al “campo” (indiscutido productor de divisas), aumentando el precio de los bienes salario y ajustando por todos lados, como corresponde. Cuando el colchón social que legitima la política regresiva se agota (algo lógico cuando sube todo menos los sueldos), los simpáticos de la alta burguesía industrial vuelven a ponerse del lado de la expansión, que les permitirá aprovechar el nuevo margen de crecimiento económico para hacer lo que mejor saben hacer: vender cosas.
Así, durante el período posterior al gobierno del General Perón, nuestro país presentó un virtual empate en el que ambas alianzas, incapaces de afirmarse por sí solas como dirigencia (lo cual requeriría que una resultara vencedora y la otra definitivamente derrotada), se bloqueaban entre ellas y determinaban una dinámica espiralada en la que, a medida que iban turnándose en el gobierno, cada parte acumulaba más y la lucha política se iba volviendo más virulenta. Podemos graficarlo (para quienes gusten de los gráficos) como una función seno –una sinusoide– que va aumentando su amplitud con cada ciclo o, más interesante, como una rueda que se acelera: cuando una parte está en su punto máximo, la otra está en su punto mínimo, y a medida que una gana altura, la otra lo pierde. Una rueda en la que se ponían en juego propuestas de país irreconciliables, movida por un conflicto que aparecía a flor de piel en la sociedad pero nunca se resolvía: nadie salía definitivamente derrotado, y justamente por eso, ningún proyecto ganaba.
En 1976 la cosa cambia. La alta burguesía y el capital financiero deciden que es hora de terminar de una vez por todas con ese jueguito imposible. No más vueltas. Y, genocidio y destrucción de la economía nacional mediante, lograron su cometido. Parece que la cosa cambiará para siempre. Si bien la discusión, inherente a la economía, entre expansión y ajuste nunca se fue del debate público, en el período 1976-2003 el empate hegemónico se terminó. Se terminó for good.
Desmantelada la alianza defensiva, todo horizonte que no fuera el individual-neoliberal pareció bloquearse para siempre. Ya fuera en la expresión más socialdemócrata de Alfonsín o en la hegemonía neoliberal del menemato, la lógica de dos fuerzas representando alternativas antagónicas ante el presente y el futuro argentino no estuvo presente.
Eso es lo que hace tan reveladora a nuestra premisa inicial: el retorno de la dicotomía ajuste-expansión como elemento clave, casi de clase, en la disputa electoral por el poder se traduce en la vuelta de los ciclos y el empate hegemónico de la dinámica política argentina. La rueda parece haber vuelto para quedarse. Y con ella, la famosa angustia argentina de “el hombre que está solo y espera” se vuelve a canalizar por vías políticas. En la búsqueda de “no ser más de lo mismo” se esconde el fervoroso deseo de dejar de ser subdesarrollados, de volver a tener un orgullo nacional perdido, de sentir, en definitiva, que el argentino canchero de los mundiales de fútbol tiene una justificación material.
Se podría objetar que efectivamente existió un recambio en el gobierno gracias al célebre bipartidismo de la nueva democracia, cristalizado en la Constitución del ‘94. Que, al igual que en los ciclos de O’Donnell, las fuerzas dirigentes fueron incapaces de resolver sus crisis y tuvieron que ceder el lugar a la oposición. Pero bipartidismo no es rueda, porque el bipartidismo, que trata de encauzar el conflicto dentro del orden republicano en forma de alternancia (a la vieja usanza romana), no habita en el precipicio que implica la rueda: ella requiere dos polos sociales y políticos altamente movilizados que tienen aspiración hegemónica. No hay acuerdo republicano para el cogobierno, sino lucha feroz (vienen a la mente las típicas escenas de James Bond en las que dos enemigos combaten por ahogarse el uno al otro) por convertirse en totalidad. Por eso, precisamente, el ocaso del bipartidismo argentino coincide (¡Oh casualidad!) con el momento de génesis de la “rueda del siglo XXI”: la crisis de representación política de los años 2001 y 2002.
Es a partir de aquella que el gobierno de Néstor y Cristina Kirchner propone, nuevamente, un proyecto típico de la alianza defensiva (creo que no hace falta desarrollar sobre sus características, porque sobre eso hay mucho y mejor dicho), pero no se da cuenta del todo de lo que estaba provocando. No podría haberse dado cuenta; es lógico. Si bien se planteó como una ruptura absoluta del menemismo y como el renacer nacional después de la catástrofe del 2001, nunca dejó de pensarse dentro de la dinámica de la democracia post dictadura, en la que no había más rueda. El modelo kirchnerista (en línea con un proceso continental), al igual que lo fuera la propuesta alfonsinista o menemista, era unilateral; no contemplaba un “otro” poderoso y al acecho. Y las sucesivas victorias se lo demostraban.
Recién luego de la crisis de la 125 el kirchnerismo empezó a notar la presencia de un “otro” que eventualmente podría conformarse como propuesta contrapuesta y disputar la pseudo hegemonía que, según la lógica que había dominado desde Alfonsín, le correspondía al gobierno de turno. De cualquier forma, ese “otro” que empezaba a ganar elecciones seguía siendo descoordinado, esporádico, y, digamos, bastante incompetente. El kirchnerismo había vuelto a instaurar la rueda, pero no lo sabía, porque nadie lo sabía. ¿Quién iba a decir que Mauricio Macri encabezaría en 2015 una propuesta evidentemente alianzaofensivista (ajustar en vez de seguir expandiendo la economía, como “exigía el contexto económico”) y ¡Bam! ganaría?
Macri, en cambio, contó con la ventaja de saber muy bien que la dinámica de los ciclos había vuelto, porque su victoria era subsidiaria de la rueda. Cristina, el kirchnerismo, seguían ahí. Con un par de problemas, sí; pero existían y representaban claramente otro camino. La “rueda del siglo XXI” montaba sobre el agonizante bipartidismo una contraposición maniquea entre dos fuerzas nacidas de la crisis de representación: el FPV y el PRO.
Al ser consciente del retorno de la rueda, el macrismo sabía que si no la rompía en algún momento iba a caer (porque eso provoca la rueda). Con esa certeza, la naciente alianza de gobierno de Mauricio Macri, hija pródiga de la rueda, supo entender muy bien que su destino era ser la fuerza del ajuste, pero que si quería trascender de aquel rol, al que la rueda gustosamente lo condenaría, y no caer derrotada cuando el ciclo descendente terminará, debía ser más que ajuste puro y duro. Tenía que organizar un intento –una operación bien pensada que construyera sentido hegemónico y eliminara para siempre (o lo más parecido que haya a eso) la “amenaza del populismo”: la Argentina estaba mal y, “si no se hacía algo” (cambiar), aunque nos doliera hoy, íbamos a seguir igual que siempre.
Esa afirmación, típica de los comunicadores cambiemitas, ya encierra en sí una comprensión clara de la necesidad de tener vocación hegemónica. Mejorar las ganancias de los inversionistas y la burguesía financiera y gran-industrial a costa de la clase media y los sectores populares era salvar la Nación. Intereses sectoriales como intereses generales; nada nuevo.
Por eso, a diferencia de sus antecesores, el macrismo buscó siempre aprovechar la rueda para acumular todo lo posible (polarizando con los “corruptos k”) pero también organizó iniciativas claras para romper la maldición de los ciclos y no ser “uno más”. Sabía bien que en su caso, como en el de todos los actores de la rueda, para conquistar el futuro o bien se inventaba, o bien se erraba.
A los intentos de avanzar en la consolidación de una Argentina controlada definitivamente por la alianza ofensiva de Macri debía corresponderse, justo como plantea el modelo de O’Donnell, una alianza defensiva que significara la negación de la propuesta oficial. Alianza defensiva que el caso actual, aunque hoy más nutrida, supo estar muy cerca de la desaparición en los mejores momentos de Cambiemos. Aún así, después de experimentar distintos caminos, el “campo popular” logró entender perfectamente su lugar en todo esto: resistir.
Porque, en la rueda, como dijera Negrín, “resistir es vencer”: la potencialidad de volver al poder reside en la capacidad que el bloque minoritario (en términos de capital político) tenga de bloquear los intentos del polo mayoritario, para que este no pueda escapar la lógica de la rueda. De lo demás, se ocupan los ciclos económicos.
El kirchnerismo tenía que ser muy opositor y mostrarse como el modelo antagónico al macrismo y usar su núcleo duro para garantizar que el macrismo no se saliera con la suya y cayera por su propio peso. El pensamiento lógico que debía salir de esa estrategia política era el siguiente: “el macrismo probó algo, el kirchnerismo se opuso y dijo que iba a salir mal; lo que el macrismo probó salió mal; ergo, el kirchnerismo tenía razón”. Eso, en palabras de la publicidad oficial, #EstáPasando.
Aún así, como rápidamente descubrió el macrismo, con esperar a que la otra alianza se caiga por desgaste no alcanza. Porque ningún actor es estúpido y si resistir le sirve a uno, le sirve a todos. ¿Cómo alcanzar victorias que no sean “el cumplimento» sino «la salida del ciclo”? ¿Cómo puede el campo popular, a partir de su resistencia/negación, proyectar una política de dominación del ambiente/afirmación? ¿Cómo luchar contra lo imposible –romper la rueda– y vencer? Pensar estas cuestiones –y sobre todo, actuar para resolverlas– es algo que debemos hacer, y debemos hacerlo ya.
Buena Martín. Por ahi hay que ir
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