El presente puede verse como un objeto de nuestros análisis, de nuestro estudio, de nuestro intento de comprensión (este es, de hecho, el objetivo de este blog); puede entenderse también como un objeto de nuestra voluntad si intentamos cambiarlo. Pero el presente histórico es también, o se nos aparece también, como una experiencia subjetiva. Esta introducción sólo busca llegar al siguiente punto: para mucha gente, estos últimos dos años y ocho meses son la primera experiencia de un mal momento. Quienes nacimos, desde la segunda presidencia de Menem en adelante (categoría en la que nos incluimos los editores de este sitio) no tenemos recuerdos del 2001, del desguace menemista, de la Híper, de la Dictadura. Conscientemente, vivimos sólo un largo período en el cual las cosas estaban (más o menos, aproximadamente, parcialmente) bien. Esta es posiblemente una de las causas por las cuales los grupos etarios más jóvenes son los que más rechazan al gobierno de Cambiemos.
Para gran parte de esta generación este gobierno parece una larga pesadilla. La diferencia entre leer sobre, por poner un ejemplo, que un Ministerio encabezado por Patricia Bullrich realizó una vez un recorte del 13% en jubilaciones, y experimentar sobre la propia piel el gas lacrimógeno lanzado por órdenes de otro Ministerio (casualmente encabezado por Patricia Bullrich) en una manifestación contra un recorte en jubilaciones es inconmensurable. No estoy hablando de sectores despolitizados necesariamente, porque esa diferencia entre el conocimiento de un pasado oscuro y la vivencia de un presente oscuro es tan grande.
En esta larga noche neoliberal aparecen, sin embargo, instantes de luz. Voy a mencionar algunos antes de describir por qué características los aúno: la marcha contra el 2×1 a genocidas, los cacerolazos autoconvocados contra la Reforma Previsional que se convirtieron en aún más espontáneas marchas hacia el Congreso, la vigilia del 13 de junio en espera de la media sanción de la ley de IVE.
Estos instantes son momentos que reúnen altas tasas de espontaneidad y bajos niveles de organización; momentos que sobrepasan las estructuras políticas existentes sin romper necesariamente con el sistema (como sí sucedió, por ejemplo en el 2001); momentos que expresan una rebeldía que es extrañamente políticamente conducente (nuevamente, contrastar con el 2001); momentos que exhiben además una mística política que es fundamental, ya que son además instantes de súbita alza moral. Terminan muchas veces en derrotas (aunque a veces, como la movilización contra el 2×1, no). La característica fundamental es que todos estos momentos son momentos de revelación. Como si alguien sacara una foto con flash en un teatro y por un segundo pudiéramos ver los hilos de las marionetas, durante unas horas quienes participamos en la experiencia de estos momentos podemos ver que es mentira: es mentira que esto que estamos viviendo es un proyecto político estable capaz de adecuar medios a fines, es mentira que estamos derrotados, es mentira que nuestra resistencia es en vano, es mentira que siempre ganan los mismos. No se trata de grandes revelaciones sobre cómo derrotar a la oligarquía ni sobre el destino de nuestra política popular, sino instantáneos momentos de lucidez acerca del carácter efímero del presente y la verdad del camino política para construir otro futuro.
Seleccioné las cuatro instancias anteriormente listadas porque creo que son las cuatro experiencias más universales. Hay mucho de experiencia subjetiva en estos momentos; yo, por ejemplo, le sumaría la jornada en que Lula se negó a entregarse a la Policía Federal brasilera y dio en cambio uno de los mejores discursos de los últimos quince años. Seguramente hay más que pueden agregarse. Estos momentos son sólo posibles por el carácter colectivo de la construcción de la subjetividad, pero a la vez se mueven dentro de los límites individuales de esta. Los sujetos hacemos la historia que nos hace: es este carácter múltiple, contradictorio, autoreproductivo, circular, cíclico, dialéctico, el que determina la subjetividad.
La mentira que aparece desarmada en estos instantes es la fundante del nuevo capitalismo, llamado neoliberal, neoclásico, pero que tal vez sea mejor descrito como “ilimitado”. El capitalismo post 70s, que ya no tiene límites ni externos en el modelo comunista ni internos en las instituciones del Estado de Bienestar (ya en sus versiones más desarrollistas, ya en las más socialdemócratas). Limitándonos dentro de nuestro propio país, podemos ver la mentira operando a partir de 1983: se trata de instituir un orden en el que hay cosas que están por fuera de la discusión.
En el período 1916-1976, existió en nuestro país, abiertamente, una disputa por el modelo de país. Tuvimos las elecciones más democráticas y participativas de la Historia; tuvimos elecciones con el principal partido proscrito y su líder exiliado; tuvimos golpes de Estado y gobiernos de facto. La constante es que la disputa estaba y no podía ser negada. Aún en los peores momentos del avance de la derecha, los auges autoritarios de la década del 30, la Libertadora y el Onganiato sólo podían legitimarse en su lucha contra el radicalismo de Yrigoyen primero y el peronismo después. No quiero decir que los 18 años de proscripción peronista sean mejores o peores a los gobiernos neoliberales de la Democracia, sino que existe una diferencia básica: en el proceso iniciado en 1983, esa disputa está ausente. No son necesarias proscripciones ni persecuciones porque el modelo de país no está en discusión; es uno solo, fundado en la frase “con la democracia se come, se cura, se educa”.
Se instaura entonces una política falsa, que no tiene en verdad diferencias entre los sectores que se enfrentan. Y sobre todo, la subjetividad de la mayoría de la población vive esa mentira, discute cuestiones que son secundarias como si fueran principales. El modelo está sostenido desde la superestructura, desde la ideología. Es el fruto de los siete años de dictadura: esa violencia, ese terrorismo de Estado, esa aniquilación de la oposición y censura absoluta de la disputa construyen la base material de la mentira que comenzará a funcionar desde la presidencia de Alfonsín, que continuará con Menem y De la Rúa. Pero este modelo tiene un problema: es insostenible económicamente, y explota en 2001.
Y entonces, tenemos el segundo momento bisagra: el kirchnerismo accede al poder, por las instituciones y las reglas de la democracia (la asamblea legislativa que elige a Duhalde, la renuncia de Menem al balotaje) pero no por su espíritu (los votos de la mayoría de la población). Los gobiernos kirchneristas desmontarán la mentira, volverán a poner en la mesa la disputa por qué país queremos ser y cómo serlo. Es una lenta hazaña la conquista de votos del kirchnerismo entre 2003 y 2007 que lo convierte en una fuerza de mayorías y le permite dar esta disputa. Néstor y Cristina Kirchner se proponen conscientemente hacerlo; su discurso estará basado en el enfrentamiento directo con sectores de poder: el Campo, los oligopolios mediáticos, el capital financiero internacional, la Justicia. El kirchnerismo plantea la revolución como una revelación: revelar a quienes actúan en las sombras, por detrás de escena, qué actores se benefician del capitalismo ilimitado e incluso cómo interfieren en la mentalidad de la población, cómo instauran la mentira.
Volvamos por un segundo a estos momentos de luz en la oscuridad que mencionábamos antes. Decimos que Cambiemos está intentando volver a un tiempo en el que el destino histórico de nuestro país no esté en disputa sino definido como nuestra integración al sistema global de capitalismo ilimitado como potencia secundaria que jamás pueda desarrollarse, dentro del cual las oligarquías locales dominen e impidan una distribución del ingreso. Decimos también que hay momentos en los que muchos sujetos vemos caerse momentáneamente esta mentira. Otros momentos, distintos, son los días en que el peso se derrumba y la catástrofe económica se ve un poco más cercana; estos son también momentos de revelación. Cambiemos ha sido muy eficaz en hacernos creer que es una fuerza hegemónica destinada a gobernar el país por décadas, que será sucedida sólo por un peronismo reciclado (Monzó dixit) que sostenga las mismas políticas. Tal vez no haya mejor prueba de la instauración de la mentira que el debate por la Reforma Previsional en el Senado, cuando la disputa era entre la fórmula del Gobierno y la de Pichetto; se aprobó está segunda, que es en función del RIPTE y la inflación, y resultó ser aun más nociva para los jubilados. ¿Se entiende que esa batalla es falsa, una pantalla? ¿Se ve entonces cómo la vimos caer en esas manifestaciones autoconvocadas, en cacerolazos en barrios donde nunca los había habido, en enormes masas de gente que caminaba kilómetros hacia el Congreso, de noche, sin esperanza de ser escuchados, con la certeza de ser reprimidos? Quienes participamos muy activamente de la política nos vimos muchas veces obnubilados por tesis como la del analista José Natanson acerca del potencial hegemónico; sostengo que un motivo por el que lo despreciamos tanto es porque lo vemos como un sostén más de la mentira.
El modelo neoliberal anterior, del período 76-02, cayó pese a su gran sostén ideológico porque fracasó su proyecto económico estructural. Este modelo aún no logra instalar su hegemonía superestructural y ya fracasó rotundamente en materia económica. Estamos en un momento de transición, pero ¿de qué transición se trata? Existen dos posibilidades: el camino 74-76 y el camino 03-05. O bien la derecha logra reestablecer la economía y acaba de manera autoritaria con la oposición, siguiendo probablemente el camino Brasil, durante el tiempo suficiente para conseguir instaurar nuevamente la mentira; o bien un proyecto político opositor realiza esa lenta construcción de votos y esa articulación política con miras al futuro que le permita, en pocas palabras, volver.