“Los argentinos son una manga de ladrones, del primero al último.”
Jorge Battle, expresidente uruguayo.
¿Cómo podemos pensar, cómo podemos clasificar los hechos de corrupción? ¿A qué orden pertenecen? La sola respuesta revela mucho sobre quién la da. Surgen dos alternativas claras: la corrupción como hecho moral o ético, la corrupción como hecho económico y político. La primera alternativa parece indicar una cierta simpatía con la derecha, con la orilla actualmente oficialista de la Grieta, mientras que la segunda aparecería como respuesta a esta noción.
El famoso texto de Aldo Ferrer “Acerca de la corrupción” es un ejemplo claro de la concepción de la corrupción como fenómeno económico: el autor desarrolla una serie de tipologías de la corrupción (cipaya y vernácula, transnacional e intranacional), distinciones que no pueden hacerse desde la perspectiva de la ética, que borra esas diferencias para focalizarse en el delito.
Por otro lado, existe una crítica interna en la izquierda que se cuestiona el abandono de la faceta moral de la corrupción y sostiene que la responsabilidad republicana no ve diferencias entre un gobierno popular o no popular, que la distribución progresiva del ingreso no aliviana la culpa de los hechos de corrupción.
This is just to say: la corrupción es un problema multidimensional que puede ser analizado por diversas disciplinas desde variadas perspectivas. El análisis que proponemos aquí es otro: pensar la corrupción tal como es percibida por la ciudadanía. Este estudio implica un recorte: la Argentina en el período 2015-2019, si bien nos toparemos irremediablemente con raíces previas.
Corrompiendo al soberano
“No hay, pues, vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la
gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar
un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso,
sino también impío contra la Patria y sacrílego contra los dioses.”
Marco Tulio Cicerón, Sobre los deberes.
¿Qué es, en este sentido, un acto de corrupción? Para empezar, el actor que lo realiza es o bien unx políticx, o bien la clase política en general. El accionar de los empresarios, por ejemplo, queda muchas veces pensado como un factor externo al acto de corrupción en sí. Esto nos lleva al segundo elemento de este fenómeno: un acto de corrupción puede ser realizado sólo por estos actores porque implica la ruptura de un contrato público, la traición a una responsabilidad pública. Un empresario que coimea está cometiendo un delito, pero no se lo vincula generalmente con la corrupción porque se considera que no tiene ninguna responsabilidad para con el colectivo social (más allá de ser un sujeto de derecho que vive en esa sociedad).
Adentrándonos más en el concepto: ¿debe implicar el acto de corrupción la apropiación de dinero? En general sí, pero no necesariamente. Diríamos más bien que el corrupto se apropia de recursos (de algún tipo) que son propiedad de otros. Dos alternativas se abren para esclarecer este “otros”, y se superponen: los recursos apropiados pueden entenderse como de propiedad común (del Pueblo, de todos los argentinos) o bien en primera persona (mi sueldo, mis ahorros, mis impuestos).
Y con eso cerramos nuestra definición; la amplitud y vaguedad de la misma es más que evidente, pero justamente en estas características reside el poder del concepto de corrupción, tal y como es interpretado (mayoritariamente) por la opinión pública.
Los medios de comunicación tienden a crear mitos de la corrupción por medio de la asociación de una serie cada vez más amplia de hechos con el concepto de corrupción, cuyo significado se va ampliando y difuminando hasta perder cada vez más su opacidad. Según a quién se le pregunte la corrupción puede ser (casi) cualquier cosa. Con mito no queremos decir que los delitos no hayan sido efectivamente cometidos, no estamos juzgando la realidad efectiva. Nos referimos a una cadena de sucesos (cuya realidad empírica en la mayoría de los casos no ha sido probada) que se van mezclando en una narración totalizadora que busca unificarlos y borrar sus diferencias.
Rubén Dri dice que el mito es una forma de conciencia social que es una cosmovisión (es decir que va a la totalidad, no a la parcialidad), y que da sentido a través de una narración simbólica. Es con esta idea en mente que definimos, por ejemplo, el mito de la corrupción K como un caso específico: es muy literalmente una narración (ya que se construye a través de artículos periodísticos) que busca definir la identidad total del Kirchnerismo como una asociación ilícita que utilizó el poder para robar dinero a través de licitaciones truchas y coimas; define a la vez a la totalidad del sistema de corrupción como corrupción K. Y por último, evidentemente busca dar sentido, si bien la pregunta por qué sentido abre una serie variada de puertas.
Por un lado, es una forma de explicar el sentido del kirchnerismo por fuera de los términos que sus protagonistas habrían elegido; pero no sólo el kirchnerismo en tanto movimiento político, sino el kirchnerismo en tanto época. Terminado un proceso de más de doce años, existe una lucha por responder la pregunta ¿qué vivimos? ¿cuál fue el sentido, incluso el sentido teleológico de esto que vivimos? El mito de la corrupción K responde: el poder fue el medio, llenarse los bolsillos el fin.
Pero incluso, mientras la debacle económica se profundiza en un espiral de nunca acabar y el macrismo entra en su etapa de batalla cultural (símil al kirchnerismo 2014-15), aparece una tercera forma en la que este mito da sentido. La vemos expresada directamente por trolls y militantes macristas (indistinguibles ya, nunca una buena señal), y cada vez más replicada por funcionarios oficialistas. Es la idea de que la crisis económica misma puede ser explicada por la corrupción K, que la ruta del dinero K vació las arcas del estado, que se robaron un PBI (subtítulo del mito) y provocaron esta catástrofe. La idea de mito implica la idea de explicar un origen; en este caso, el origen de todo lo malo, un pecado original.
Bastante más a la derecha, Irving Horowitz, siguiendo a Raymond Aron, habla específicamente de los mitos políticos (el mito de ser izquierdista, el mito de la Revolución) y si bien parece no definir el concepto más allá de la crítica al marxismo, nos deja una noción fundamental: “el mito es un centro simbólico organizador”. El mito político puede ser irracional, inverosímil, pero no es esto lo que lo hace mítico. La corrupción del período menemista, por ejemplo, es absolutamente cierta, y no por eso dejaríamos de decir que se constituyó en los 90 un “mito de la corrupción” (y qué gran mitólogo fue entonces Jorge Lanata). Lo que hace que un mito sea mito es que organiza una serie de creencias, unifica una diversidad de ideas en torno a una sola y les da sentido coherente. Todo lo que puede significar el kirchnerismo (conflicto con el campo, progresía, neodesarrollismo, amistad con el Chavismo, Jaime, Once, Matrimonio Igualitario), todo borra sus diferencias y se funde en la sola idea de la corrupción.

Corruptio optimi pessima
“…la verdad que cada vez que veo toda esta
corrupción me duele el alma por la manera que
roban sin escrúpulos y sin medir consecuencias…”
Oscar Centeno, autor de los “Cuadernos de la Corrupción”, citado por el juez Bonadío
Tomemos en mayor profundidad el ejemplo del mito de la corrupción K. Está construido por una serie de causas judiciales (Ruta del Dinero K, Los Sauces, Hotesur, un larguísimo etcétera), que representan la concepción jurídica del delito de la corrupción. Pero incluye también una serie de medidas económicas tomadas por la administración 2003-2015, que no constituyen delitos per se, pero son leídas en la clave de “apropiación de recursos que son propiedad del Pueblo”. Los Planes Sociales son vistos como la apropiación de recursos del Estado, propiedad de todos los Argentinos, y su distribución arbitraria en un segmento de la población que no los merece. Como se ve, hay una gran confusión conceptual (entre Estado y Gobierno, en qué constituye “el Pueblo”).
La noción es que el Gobierno (los K) se apropió de recursos económicos que pertenecen al total de población y eligió redistribuirlos entre los vagos/negros/villeros/bolivianos (y sigue una cadena bastante desagradable de nominación de los sectores populares). Este (ab)uso de la polisemia y la vaguedad natural de los términos es constitutivo del lenguaje mítico, pero aquí aparece como tergiversación por parte de funcionarios y periodistas, en una coincidencia con el pensamiento de ultraliberales económicos: “apropiación de recursos” puede querer decir un hurto pero también puede referirse al concepto mismo de los impuestos, y es “técnicamente” correcto.
Ahora bien: no cabe duda de que distribuir recursos es una función fundamental del Estado, ¿cómo puede constituir un hecho de corrupción? La operación que realiza el mito de la corrupción llevado a sus últimas consecuencias es justamente ese, de que las mismas funciones del Estado pasan a ser vistas como crímenes. Un claro ejemplo, que no es más que un síntoma posterior de esta construcción, es la causa Dólar Futuro: la judicialización de una medida económica. Pero esta causa no inaugura la idea de que las decisiones de un gobierno o las mismas funciones de un Estado pueden ser vistas como hechos que traicionan una responsabilidad pública. Al contrario, aparece como su prueba, su confirmación.
La misma idea de responsabilidad pública es invertida de una forma sigilosa y perversa: no se plantea que el Estado debe representar las ideas de un determinado grupo; se parte en cambio de las ideas de ese grupo y se las hace pasar por universales, de manera tal que la aplicación de políticas adversas a estas ideas no es ya una postura diferente sino un acto de corrupción.
Esta perversión del mito de la corrupción no se agota en las medidas tomadas por un gobierno. Las formas elegidas por el gobierno forman también parte (las cadenas nacionales), así como decisiones personales tomadas por los funcionarios (las carteras Louis Vuitton que usaba la expresidenta). Es común que en su integración al fenómeno corrupción se las asocie con el factor económico (el derroche de recursos, la idea del robo directo y personal de un funcionario de las arcas del estado como quien mete una mano en una billetera ajena), pero usualmente van perdiendo, con el tiempo, este elemento.
Quien lea este artículo notará que una característica central del término corrupción es su alta oscuridad. Más que hablar de falta de precisión o definición, usamos el término lumínico, porque las imágenes visuales están muy asociadas al fenómeno de la corrupción (veremos que su enemigo, en una de sus dimensiones, se denomina transparencia). La oscuridad del término corrupción implica la noción una incapacidad del público por ver qué está realmente ocurriendo; el sentido entonces es doble: el concepto se define de forma opaca, poco clara, y complejiza así la capacidad de ver algo que de por sí es opaco, poco claro.
Los Antimafias
“No pienso estar enero en Pinamar
no me gusta el fantasma Yabrán.”
Cover del Indio Solari de “El Salmón” de Andrés Calamaro.
Pasamos a hablar de un concepto derivado del de la corrupción: las mafias. Usamos este término para referirnos a él a sabiendas de que tiene mucho que ver con el discurso utilizado por la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal. La idea de las mafias sostiene que existen grupos de individuos adentro y afuera del Estado que operan sobre las instituciones y la ciudadanía en propio beneficio, que pueden integrar una parte minoritaria, mayoritaria o incluso total del Estado, la Iglesia, las Universidades o algún otro ámbito institucional, y que trabajan “en las sombras”. Como se ve, no es más que otra forma de narrar el mito de la corrupción: partiendo de los sujetos en vez de las acciones, y de esta inversión surgen una serie de consecuencias interesantes. La “asociación ilícita”, que está tan de moda, es un claro ejemplo de esta idea.
Reiteramos: referirnos mitos de las mafias no implica que estas no existan. Un claro ejemplo es el del empresario Alfredo Enrique Yabrán. La historia de que su suicidio fue un montaje y sigue vivo es una clara representación del carácter oscuro del accionar de las mafias: hasta su muerte aparece envuelta en el misterio.
Hay un segundo concepto derivado del de la corrupción: la revelación. Comencemos por algunos ejemplos: la denuncia del superministro Domingo Cavallo a Yabrán en el Congreso en 1995; la de Ramos Padilla respecto a la red paraestatal de espionaje coordinado entre funcionarios, servicios y periodistas este mismo año; e incluso la denuncia que no fue: la del fiscal Alberto Nisman en 2015.
La revelación es el momento eminente de la corrupción y las mafias: ambas están ocultas hasta que se corre el velo y, como por arte de magia, aparecen ante los ojos de todos. Y por la lógica particular de la revelación, una vez aparecen no pueden volver a ser ocultadas. Este efecto tiene dos formas: una es la forma positiva, por la cual la sociedad civil retiene en su memoria el hecho de que ha sido engañada y practica una sana desconfianza en adelante que podría traducirse en un vínculo más aceitado con la representación política.
Pero hay también una forma negativa, que está dado por la fetichización del momento de la revelación. En lugar de verse como un hecho de justicia la corrida del velo, se endiosa a cualquiera que pretenda revelar alguna trama oculta, y se fetichizan así las mismas mafias y la práctica de la corrupción. Estas ya no responden a intereses específicos sino que aparecen vinculadas a personalidades malignas; se pierde la dimensión de mayor profundidad que abre en potencia el momento de la revelación, y todo se queda en la superficie. Y de esa manera, la corrupción pierde toda vinculación con los intereses reales de grupos reales, las mafias pierden toda relación con sectores económicos y políticos, y todo se reduce a un ámbito individual en el que el antónimo de corrupción no es transparencia sino honestidad.

Qué Hacer
“Cuando, como a menudo ocurre en las nuevas poliarquías, se generaliza el sentimiento de que el gobierno incurre una y otra vez en prácticas corruptas, los medios tienden a convertirse en tribunales sustitutos. (…) Los culpables suelen quedar impunes, los inocentes estigmatizados, todos los que merecen un debido proceso legal privados del mismo y la opinión pública cada vez más alienada.”
Guillermo O’Donnel, “Accountability Horizontal”
¿Cómo avanzamos desde este punto? ¿De qué nos sirve este ensayo de fenomenología de la corrupción, este intento de penetrar en las concepciones populares de la corrupción? Si corrupción es un elemento más de una ideología que responde a los intereses de una clase dominante que ha triunfado casi fatalmente en hacerla hegemónica, ¿podemos avanzar? Felicitaciones: descubrimos nuevamente los límites de Gramsci. Para qué.
Pero no hay que leer demasiado entre líneas para encontrar justamente lo contrario. Los mitos de la corrupción, de las mafias, no son elaboraciones deliberadas (nadie pretendería que lo fuera), pero más que ello: no son tampoco construcciones que efectivamente sirvan a una clase dominante. Tal vez sea un efecto de vivir en un país caótico donde todo sociólogo, politólogo o simple marxista de a pie se ha pasado décadas despotricando contra todas las clases por no comportarse como deberían. Tal vez el comportamiento irracional sea más universal. Lo claro es que si estos mitos no son un golpe de suerte tampoco se inscriben en una teleología histórica que predeterminó su existencia para servir a intereses específicos.
El momento de la revelación es donde esta realidad se hace evidente. Cavallo, el subsecretario de Viola, el presidente del BCRA de Bignone, el superministro de Menem, luego el hijo pródigo durante el 2001, acusa a Yabrán en el Congreso. ¿Por qué? ¿Cumpliendo qué destino histórico? ¿Condenando de qué manera a las clases populares? Ramos Padilla denuncia una red de espionaje, ¿qué masas revolucionarias se alzan detrás? ¿qué estadista republicano? La corrupción parece operar con una lógica interna parcialmente autónoma. Y en los momentos de corrimiento del velo, se abre una oportunidad, que, recordarán quienes sigan a trolls-funcionarios macristas-libertarios en Twitter, se dice igual que “crisis” en Chino.
¿Oportunidad para qué? Por lo pronto, para cualquier cosa. La conciencia social entra en un cierto estado de apertura tal vez, aunque no deje de estar condicionado por implicancias previas. Nuevamente, no es cuestión de para qué está dada esa oportunidad, sino cuestión de aprovecharla. Es particularmente interesante la noción de accountability horizontal que propone el politólogo Guillermo O’Donnell en el texto citado en el epígrafe de este apartado, referida a “agencias estatales que tienen la autoridad legal y están fácticamente dispuestas y capacitadas para emprender acciones, que van desde el control rutinario hasta sanciones legales o incluso impeachment” ante actos ilícitos cometidos por funcionarios u otras agencias estatales.
Este artículo se plantea tal vez otras preguntas: ¿puede refundarse el mito de la corrupción ante una nueva revelación? ¿Desvincularse de momentos específicos, conducir a una definición menos dogmática y más responsable? ¿Podemos construir un mito de la transparencia basado en una verdadera responsabilidad republicana, una ética de lo público en la que de verdad creamos? ¿O estamos destinados a apropiarnos como podemos del mito de la honestidad, al estilo Pepe Mujica, al estilo AMLO? ¿Podemos (re)hacer del mito de las mafias uno que impulse al cuestionamiento de los intereses de grupos de poder, llámese oligarquía, llámese el campo, llámese Grupo Clarín? ¿Lograremos, si lo intentamos, no hacer de ellos gigantes de paja sino adversarios certeros que tenemos el coraje de enfrentar y de definir honestamente?