“¡Cobarde!… Ni eso le concedían – el denuedo. Pesaba sobre él pronóstico de muerte a la primera herida. Su voz gangosa, bastante lo evidenciaba. ¿Qué sobreviviría sin él del país, del gauchaje, de la victoria?… Y en sus severos designios, mientras destinaba a los otros para la muerte, la patria lo obligó a la vida.”
Lugones, La guerra gaucha.
“A este pueblo no lo dominaremos jamás”, dice Carlos María Urien que exclamó una vez el Coronel José de Córdoba y Rojas, comandante del Real Ejército del Alto Perú y primer derrotado en la Batalla de Suipacha. Bien podría haber dicho: “estos tipos están todos dementes. No les importa nada. Que se vayan bien a la puta que los parió, que yo me vuelvo a Cádiz”. Pero, al menos según el registro histórico, no fue eso lo que afirmó, ni jamás pudo volver a ver la Torre de Tierra de su Cádiz natal: murió en Potosí, fusilado por Castelli en 1810.
Martín Miguel Juan de Mata Güemes es una de las figuras más importantes –también de las más conocidas– de la Guerra de la Independencia, y tiene en su palmarés más de una historia que, por su elevadísimo grado de inexplicabilidad racional, da cuenta del mérito de la preocupación del fusilado comandante andaluz.
Defensor de los pobres, padre de los gauchos, hemofílico y poseedor de una barba envidiable, el fiero Don Martín nació y murió en su Salta querida (de la que fue el primer gobernador) y dedicó todas las fibras de su cuerpo a ser una pesadilla absolutamente intolerable para los invasores realistas. San Martín, que, a cargo del derrotado Ejército del Norte de Belgrano y convencido de la futilidad de seguir chocándose la cabeza contra la pared intentando invadir el Alto Perú, necesitaba retener y contener a los españoles en la frontera norte mientras se ocupaba de organizar la expedición que, como lo hiciera Aníbal Barca en los Alpes 2035 años antes, cruzaría la cordillera para caer sobre el enemigo, le otorgó a Güemes la “comandancia avanzada” con un sólo objetivo: resistir al invasor.
El salteño cumplío su objetivo con creces. Entre 1815 y 1821, más de media docena de generales realistas (entre ellos De la Serna, Orozco, Olañeta, Pezuela, Valdés y Marquiegui) experimentaron de primera mano la fiereza y resolución del pueblo salteño y de sus Infernales, que, invasión tras invasión, hostigaban al enemigo privándolo de alimentos, transporte y, sobre todo, tranquilidad. Güemes demostraba que, con la estrategia adecuada y contundente apoyo popular, sus gauchos podían hacerle la vida imposible a esos ejércitos borbones que venían de enfrentar a Napoleón.
Incluso en el lecho de muerte, herido tras la invasión de Valdés, su orden (que hizo cumplir en forma de juramento a su lugarteniente Vidt, un francés que peleó en Waterloo y por algún misterioso motivo había decidido combatir al lado de Don Martín) fue rechazar cualquier tipo de trato y reconquistar la ciudad a toda costa. Así lo hicieron: semanas después, las tropas realistas, rodeadas, abandonaban Salta para no volver jamás.
Pero si la historia de un hemofílico barbudo que repelió junto a sus gauchos infernales al menos nueve invasiones realistas superiores en instrucción y equipamiento, sin apoyo sustancial de la Capital y guiado por el sentido de compromiso con un Libertador de América que dependía de ellos; si la historia de un populista que murió a los 36 años desatando una tormenta de rosca en la cúpula política salteña y haciendo jurar a sus oficiales que expulsarían a los españoles de tierra americana para siempre no resulta al lector lo suficientemente delirante, tal vez sea porque no conoce del todo bien a Don Martín.
El pequeño Martín, nacido el 7 de febrero de 1785, se inscribió a los 14 años en el 3er Batallón de la 6ta Compañía del Regimiento de Infantería de Buenos Aires, que se encontraba destacado en Salta. A fines de 1805, a la edad de 20 años, se trasladó a Buenos Aires para completar su entrenamiento de cadete. No se podía quejar: cosas con las que practicar iba a tener de sobra.
Con el mar a su merced tras la reciente y aplastante batalla de Trafalgar, los ingleses pusieron el ojo en el Río de la Plata. Buenos Aires, usina comercial formidable (donde hay comercio, hay aliados británicos) pobremente defendida e incapaz de recibir refuerzos de ultramar luego de la destrucción de la flota española, era una prenda atractiva: con relativamente poco esfuerzo, había mucho para ganar.
El 24 de junio de 1806, Beresford desembarcó con 1500 hombres en Quilmes y avanzó, cauteloso, sobre la capital del virrey Sobremonte. Su Excelencia, que ya se las veía venir, no perdió tiempo en prepararse, pero no para una defensa profunda sino para una retirada ordenada. El joven Güemes habría formado parte del puñado de soldados de infantería que, al mando del Teniente Coronel Juan Olondriz, combatieron durante los dos días que duraría la escaramuza, hasta la rendición del fuerte de Buenos Aires y la entrada triunfal de las tropas británicas en la Plaza Mayor. El resto es historia escolar, y no termina bien para los de casaca roja.

El día que, un mes y medio después, las fuerzas de Liniers avanzaron sobre las calles de la ciudad y comenzaron a rodear al enemigo, confinándolo a una última defensa en el fuerte, un buque mercante británico se encontraba atracado a la costa porteña. Era la “Justina”, una fragata de 26 cañones que, además de su tripulación civil, había sido reforzada con más de cien marineros de la escuadra de Popham y estaba resultando sumamente útil para el último esfuerzo bretón: mientras sus soldados combatían en tierra y se replegaban hacia el fuerte, que estaba apostado a la vera del río, y los “reconquistadores” intentaban maniobrar por las calles en damero de Buenos Aires, la Justina prevenía muchos de sus movimientos. Así lo cuenta en sus memorias el Capitán (británico) Alexander Gillespie:
“La Justina peleó bien el día de nuestra rendición, y sus cañones impidieron todos los movimientos de los españoles, no sólo por la ribera, sino también en las diferentes calles que ocuparon, expuestas a su fuego.”
Pero Gillespie, inmediatamente, agrega algo más: “Ofrece [la Justina] un fenómeno raro en los acontecimientos militares, que ‘un buque haya sido abordado y capturado por caballería’, como fue aquél, ya al cerrar el día, 12 de agosto de 1806”. Sí. No hubo un error en la impresión: cierto grupo de dementes, en las costas del Río de la Plata, abordó y capturó una fragata en combate con una carga de caballería. ¿Quién, acaso, pudo haber sido el responsable?
El buque, que permanecía disparando desde la costa pero podía cambiar de táctica en cualquier momento, debía ser atacado con celeridad si se quería tener alguna chance de capturarlo. Además de 1180 soldados de infantería y un reducido grupo de oficiales que, para el atardecer, habían perdido la mayoría de sus caballos en el combate, Liniers contaba con una fuerza de choque de entre 40 y 60 “paisanos a caballo” a las órdenes de Pueyrredón, entre los que se encontraba el joven Martín Miguel de Güemes. Ante ese panorama, la conducción militar se detiene a pensar cómo maniobrar, tal como la cuenta Obligado:
“Cercanas las sombras de lluviosa tarde de invierno, se reunía un grupo de jefes y oficiales al pie del asta-bandera en el bastión Norte […]. Criollos, uruguayos y españoles comentaban diversos episodios, […] cuando llegó el futuro «virrey de la victoria», dialogando agitado con Gutiérrez Concha, jefe de la escuadrilla que transportara los auxiliares de la Colonia. Seguíale de cerca bizarro joven de brillante uniforme, que inclinado desde su niñez a la noble carrera de las armas en que sus abuelos se distinguieron, había llegado el último año del siglo anterior desde las alturas de Salta (nido fecundo de patriotas) a la capital del virreinato, incorporándose en el regimiento del Fijo.”
El bizarro joven inclinado desde su niñez a tan noble carrera había sido enviado por Pueyrredón a primera hora del día para llevarle alguna información a Liniers, que desde ese momento lo había hecho quedarse a su lado. En la plaza, cayendo la noche, se da una escena particular:
“Todos callaron atentos a la conversación de los jefes, cuando Liniers, acentuando observaciones por las que Concha le traía a lo alto de la batería, dijo: –Efectivamente, parece está varado.
Y dando vuelta, agregó :
–¡A ver el catalejo!– que el ayudante se apresuró a alcanzarle.
Concluida su observación, al devolver el anteojo al ayudante más inmediato dijo:
–Ud. que siempre anda bien montado; galope por la orilla de la Alameda, que ha de encontrar a Pueyrredón, acampado a la altura de la batería Abascal y comuníquele orden de avanzar soldados de caballería por la playa, hasta la mayor aproximación de aquel barco, que resta cortado de la escuadra en fuga.”
El pequeño Martín no dudó un segundo:
“Menos tardó el ayudante Güemes en recibir la orden que en transmitirla, como los gauchos de Pueyrredón, ganosos porque no se les escapara la presa en salir al galope tendido por la playa.”
Con las órdenes claras, Güemes y sus camaradas se apuraron a asaltar la embarcación. Con la marea baja, y sobre un río que se caracteriza por su poca profundidad, los gauchos pudieron cargar al galope en una formación dispersa, disparando a discreción contra la tripulación de la fragata, que, desmoralizada y con su comandante capitulado, se rindió al pánico generalizado. En minutos, el comandante de la Justina se asomaba desde el alcázar de popa ofreciendo su rendición. Los británicos entregaban la nave, su tripulación y su mercadería a una banda de paisanos que, a caballo, se habían mandado en línea recta río adentro, como unos desquiciados, a asaltar el flanco de una fragata de 26 cañones. Entre esos desquiciados se contaba, por supuesto, el sujeto que sería, en la guerra por venir, la pesadilla del invasor en la frontera norte, el hemofílico que creó la División Infernal de los Gauchos de Salta y el muro infranqueable que guardaría el patio trasero de las huestes del Libertador de medio continente.
Tras la captura de la Justina, la victoria fue completa. El pabellón del buque, una bandera británica de la “Union Jack” de cuatro metros de largo, fue tomado como trofeo junto con otros tres (dos de infantería y uno de marina) y hoy se encuentra en exposición en el Convento de Santo Domingo de la calle Defensa, el mismo que alberga los restos del general Belgrano. Güemes, por su participación en esta proeza probablemente inédita en la historia militar (tal como señala el capitán Gillespie), fue ascendido primero a alférez graduado y luego a teniente de granaderos.
Los británicos iban a regresar al año siguiente, solo para volver a ser derrotados, esta vez por un pueblo armado, organizado y consciente de su propia capacidad, que tres años después echaría a un virrey y fusilaría al Reconquistador de Buenos Aires, Santiago de Liniers. Tras ser aplastados en dos oportunidades, y habiendo visto todo de lo que estos sureños eran capaces, las tropas ingleses no regresaron jamás a Buenos Aires y sus comandantes arribaron a una conclusión similar a la que llegaría el General Córdoba unos años después, pero con un twist británico: a ese pueblo no lo dominarían jamás… por las armas.
En 1808, a causa del fallecimiento de su padre, el joven “teniente de milicias de granaderos del virrey” solicitó licencia, que le fue concedida, y volvió a su Salta natal. Allí, Güemes –el hemofílico, el “cobarde”, el Padre de los Pobres, el caudillo, el gaucho que tomó una fragata con una carga de caballería– escribiría una de las páginas más gloriosas en la historia militar de los pueblos de América.

BIBLIOGRAFÍA:
Cornejo, Atilio (1946), Historia de Güemes. Epasa.
Güemes, Luis (1979), “Servicios militares prestados por Güemes en la capital del virreinato (1805-1808)”, Güemes Documentado, Tomo I. Plus Ultra: Buenos Aires.
Urien, Carlos María, Soberana Asamblea General Constituyente de 1813.
Biografía militar de Güemes, Martín Miguel. Editorial Universitaria del Ejército. [en línea, consultado el 14/1/20]
Lugones, Leopoldo (2010), La guerra gaucha. Losada: Buenos Aires.