Esto también pasará #2
“Quiero una Argentina normal”, decía Néstor Kirchner en su histórico discurso de asunción en 2003. No es una de las frases más recordadas, no sólo por estar rodeada de otras que sí fueron remera sino también porque el kirchnerismo post 2008 fue un kirchnerismo de la anormalidad, de la excepción: un kirchnerismo que cada vez más se creía (¿se sabía?) a la izquierda de su sociedad, que debía transformarla “de arriba hacia abajo”. En ese sentido es el anti-menemismo puro.
El discurso de la Argentina normal, sin embargo, es uno de los más repetidos, por izquierda y por derecha. En este artículo de Página 12 de 2016, Diego Rubinzal hace un recorrido amplio por algunos usos del concepto, desde Krieger Vasena hasta Hermes Binner. Ahora están de moda el uso “neo-” y “post-”, así que el concepto que recorre artículos periodísticos, conversatorios por Zoom y twits de políticos es el de “nueva normalidad”, la postpandemia que pensábamos en la primera entrega de esta columna.
Más allá de esto, Alberto asumió con clara vocación normalizadora, una vocación doble: normalizar el peronismo (corrido del eje desde el 2012, por las problemáticas internas del último gobierno de CFK) pero también normalizar el país, desordenado por la Grieta.
Ahora bien, hay una trampa inherente a esa búsqueda de “un país normal”: todos quieren gobernarlo, pero pocos están dispuestos a construirlo, en tanto implica un enorme sacrificio. Un presidente excepcional puede construir un país normal, pero sólo a costa de perder, aunque sea un poco, el futuro. En otras palabras, el país normal del kirchnerismo es el de la Concertación Plural, de los grandes acuerdos transpartidarios, y es un país donde todo avance social es como el Matrimonio Igualitario: bien rosqueado por la vanguardia dominante, pasa primero y convence después. Pero esto es claramente contradictorio con el espíritu de la Ley de Medios o la Reforma Judicial: los grandes cambios requieren necesariamente de esa confrontación. La contracara del Matrimonio Igualitario es el Aborto Legal, donde la sociedad es la que desborda claramente a la política.
El 2008 es el punto de quiebre de esta concepción. Algo tan sencillo como un cambio en las retenciones al agro, que se planificó dentro del imaginario del País Normal se convirtió en una batalla campal, con un clima que los intelectuales K llamaron “destituyente”. El kirchnerismo se encontró con que Argentina no es un país normal, porque la gran definición económica sobre el país permanece abierta. No perdemos de vista que esta crisis fue la que terminó rompiendo el triángulo fundacional del kirchnerismo, con la salida de Alberto Fernández. Narrativamente, su regreso y eventual candidatura presidencial planteaban una reconstrucción del tiempo antes de que todo se fuera al diablo, el tiempo en que era posible soñar con un país normal.
Decimos entonces que la tensión entre la búsqueda de normalizar y el deseo de trascender es constitutiva de todo presidente. Aplica, por ejemplo, a Menem: sus dos grandes medidas, Convertibilidad e Indultos, son intentos de normalizar a toda costa la economía y la autoridad democrática. Pero la disputa por la patria potestad del modelo económico lo lleva a romper con Cavallo, y su absurda voluntad reeleccionaria, a la pelea con Duhalde; y de hecho estas son exactamente las causas de la derrota peronista en 1999: el exministro de economía jugó por afuera y el candidato oficial no tuvo suficiente apoyo del presidente.
En el caso de Alberto, podemos decir que, como el dios romano Jano, tiene dos caras: una cara nestorista (normalizadora) y una cara alfonsinista (refundacional). Pablo Touzón señala muy bien las complicaciones implícitas en esta duplicidad en esta entrevista para InfoBrisas:
“…la idea que maneja Alberto Fernández, cuando desalienta explícitamente la constitución del ‘Albertismo’, es la idea de que si él se pone como una parte de las partes, que está gestionando, no la va a poder gestionar más, porque no se puede poner por arriba. (…) Hasta ahora viene funcionando, pero tiene como problema que genera poca expectativa de cara al futuro, para la constitución de una nueva etapa del peronismo. Es como asumir que es una etapa transicional.”
El discurso de Alberto da cuenta de una contradicción interesante: hay una cierta comodidad en la aseveración de que la Argentina se cayó muchas veces, y siempre volvió a levantarse. El presidente (y una parte de la sociedad) parece preparado para algunos de los peores escenarios que se advierten en el futuro cercano, por cualquiera de los dos demonios que nos acechan: la Deuda y la Pandemia. Ya el default, ya una cuarentena-sin-fin, son escenarios que se ponderan como catastróficos pero no apocalípticos. En la Argentina, la normalidad es la excepción.
«Al destino le faltan las dos manos / y juramos con gloria vivir” canta Calamaro en la canción que da título a esta nota, y efectivamente esta supervivencia postapocalíptica, estadísticamente improbable, nos define. Menem podría habernos condenado al éxito en serio dolarizando, pero el camino elegido fue la Convertibilidad, que dejó una puerta abierta para salir del sistema en el 2002. El macrismo podría haber intentado seriamente encarcelar a Cristina, y probablemente nos pareceríamos más al Brasil de Temer el día de hoy.
Porque todo gobierno tiene su boom de las commodities y su quiebra del Lehman Brothers, la base para su triunfo y las señales de su derrota. Como humilde tesis, planteamos que los presidentes que mejor utilizaron las primeras y mejor sortearon las segundas son aquellos que más perduraron en el tiempo; en nuestra historia democrática, los proyectos menemista y kirchnerista. Pero todo estadista enceguece a veces: la derrota de Scioli en 2015 era una de esas que, en palabras de Calamaro, “nadie miraba, pero se veía venir”.
Hemos pensado la tendencia a la excepcionalidad como un voluntarismo, en el sentido en que los gobiernos parecen afirmarse como vanguardia de la sociedad, y en ese juego dialéctico entre expresar y transformar la sociedad pasan a terciar por la segunda opción. Sin embargo, hay un cierto voluntarismo en la normalización también: en querer una Argentina más sencilla de lo que es, de lo que puede ser. Y un cierto fatalismo (si así podemos llamar al término opuesto) en la excepcionalidad: aceptar que la mayoría de las decisiones están tomadas por otros, que Argentina siempre es parte débil de una negociación interminable.
A Alberto le tocará aprender (como a todo presidente) a jugar el juego, a pasar los eventos traumáticos que demuestran la imposibilidad de la normalidad. Si se acentúa demasiado el consenso como fin y no como medio, se corre el riesgo de vaciar el Frente de Todos de ese contenido que ya estaba presente, y del cual la alianza electoral no fue más que la forma que permitió su consecución y triunfo. El peronismo no puede pecar de temer demasiado cualquier enfrentamiento, como sobrecorrección de sus errores del proceso 2011-2017. A veces, volviendo a Calamaro, “los leones parecen olvidarse que nunca fueron vegetarianos”.
Este año se cumplen cien años de la muerte de Max Weber, padre fundador de la sociología, una de las fuentes de la República de Weimar (nos gustaría decir que lo fue de sus virtudes más que de sus problemas). Pese a la distancia, algunas de las ideas del autor alemán parecen muy presentes, e incluso hicieron eco en el discurso de Alberto Fernández en la Apertura de Sesiones Ordinarias el primero de marzo, cuando se refirió al equilibrio entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad.
Lo traemos a colación porque Weber estaba preocupado exactamente por esta problemática, y consideraba que el político verdadero era el que lograba sobreponerse a un océano de frustraciones, a un mundo que continuamente se muestra “demasiado estúpido o demasiado abyecto”. Los argentinos sabemos mucho de eso. Ante la imposibilidad de resolver la tensión entre una normalidad imposible y una excepcionalidad que nos condena, Weber llamaba a volver a cargar la política de valores.
A veces, como decíamos antes, la búsqueda de consenso puede ser patológica: puede ser inmovilizante. El caso del aborto legal es particularmente útil para pensar esta cuestión: desde la oposición, Cristina Fernández hizo el llamado muy sensato a construir “con los pañuelos verdes y los celestes”. Desde el Estado, sin embargo, resulta imposible no terciar. La manera en que Alberto sostuvo firme su postura favorable a la legalización durante la campaña, sin por eso dejar de ser cercano a personajes como Juan Manzur, es ejemplar. Hay momentos en que la hipocresía domina la política, y es una fuerza tentadora; requiere de grandes mujeres y hombres sobreponerse a ello, y Alberto lo fue.
En este mismo sentido es que los valores deben orientar la política cuando una decisión es necesaria. Más allá de las tendencias que podríamos llamar “jacobinas”, el kirchnerismo construyó doce años y medio de estabilidad política y económica; cuando los indicadores dejaron de crecer, no cayeron. Ese fue el país normal de Néstor Kirchner. Fueron también los años en que la militancia política creció por millones, los años de grandes avances sociales y los años de construcción de la Grieta. Ese fue el país excepcional.
Porque, como dice el clásico, las personas hacen su propia Historia pero no a su libre arbitrio sino en condiciones que les son legadas por el pasado. Y cuando creen que pueden controlar el destino, lo más probable es que, en criollo, la estén chocando. El kirchnerismo generó grandes transformaciones culturales en la Argentina, pero pocas de ellas son efecto de la batalla cultural que intentó dar activamente; de hecho, ese fue el proceso que menos consecuencias concretas produjo.
A Alberto se le adelantó su quiebra del Lehman Brothers: negociación de la Deuda y una Pandemia global sin precedentes en los primeros meses de su gestión. Pero ya le tocará su boom de las commodities. En ninguno de estos procesos puede pretender terciar más de lo posible, ni menos de lo imprescindible, y surfear entre esas olas puede ser fatal. Ante esto, no podemos más que recordar que Max Weber y Juan Domingo Perón recomendaban la misma cosa: “la fortaleza y decisión de volverse indestructibles” este, “esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas” aquel. O, en palabras de Manuel Belgrano:
“Parece que la injusticia tiene en nosotros más abrigo que la justicia. Pero yo me río, y sigo mi camino.”