Por Mateo Barros y Alexis Schamne Aráoz
“Pero no sería sincero ante Ustedes si no compartiera otra convicción: los marginados y excluidos de nuestra Patria, los afectados por la cultura del descarte, no sólo necesitan que le demos con premura un pedazo de pan al pie de nuestra mesa. Necesitan ser parte y ser comensales en la misma mesa. De la mesa grande de una Nación que tiene que ser nuestra casa común.” Discurso de asunción, Alberto Fernández, 10 de diciembre de 2019.
Lo invisible
Repetimos una y cien veces que la pandemia hizo visible lo invisible. El Presidente lo desmetaforizó: el coronavirus no nos igualó a todos, sino que acentuó las desigualdades. Pero más que acentuarlas, las desnudó, y nos agarró flojo de papeles. En la órbita de lo invisible están nuestros barrios populares, y quienes los habitan. Esos que sólo vemos cuando copan la 9 de julio, pero que no vemos cuando levantan una olla popular en sus casas o cuando se organizan en una cooperativa de trabajo. Ahora todas las luces están sobre ellos, pero en el lugar que menos lo imaginaban, en sus casas, aislados.
La pandemia puso de manifiesto las lamentables condiciones de pobreza en las que se encuentra una gran parte de nuestra sociedad. Más allá de los esfuerzos bienintencionados del gobierno nacional por paliar una situación excepcional, la crisis del coronavirus expuso el costado más descarnado de la realidad cotidiana de muchas y muchos compatriotas. Los problemas de infraestructura, las condiciones de hacinamiento y la ausencia de servicios formales de calidad, sumado a las altas tasas de desocupación que provocó la pandemia en los empleos informales, son algunas de las características de esta compleja ingeniería de supervivencia en el aislamiento.
Lo inesperado está haciendo que todo tambalee, las ideas hegemónicas son cuestionadas, los Estados improvisan respuestas sobre la marcha, van, vienen. Es ahora: desempolvemos el manual de los revolucionarios y miremos el escenario.
Están las condiciones objetivas, siempre estuvieron, perdidas en ese lugar común llamado las deudas de la democracia. Las condiciones subjetivas pareciera que no podrían estar mejor. Los funcionarios y la dirigencia política de todos los sectores discute sobre los excluidos como nunca antes. El Estado en su conjunto se adapta para ir a los barrios populares, reformula sus programas a la medida de quienes viven ahí. Va la ANSES, pero también va el ENACOM. De alguna forma se empiezan a poner en tensión algunas lógicas sedimentadas en el aparato estatal, como pensar políticas para los sectores populares basadas en un sujeto que no existe en las barriadas.
Los empresarios hacen malabares para seguir diciendo lo que siempre dicen, pero sin que les caiga el mote de inescrupulosos. Vemos a los hombres de negocios y a sus repetidoras pidiendo la flexibilización del aislamiento en nombre de los que ni siquiera son sus empleados, porque jamás los contratarían. Copian el discurso pastoral a lo Daniel Arroyo, hablan de la changa, y descubren que hay gente que vive al día. Insólito. Los más nobles abren sus billeteras para donar alimentos.
Del otro lado, un pueblo harto de perder durante los últimos cuatro años viendo como su poder adquisitivo se deterioraba, su trabajo se precarizaba o desaparecía, y sus condiciones de vida se degradaban. Un pueblo herniado de soportar sobre su espalda el ajuste.
Sin embargo, no nos adelantemos: si el famoso pacto social tan agitado se concretara, el tridente Estado-sindicatos-empresarios jugaría al no toquemos nada hasta que pase el huracán. Porque hay un consenso generalizado en que el Estado lo abrace todo, y ordene. Pero incluso en el consenso hay disputas ¿Qué está ordenando el Estado? ¿El orden pre pandemia o el post? Parece un secreto resguardado en un caja fuerte hecha de debates intelectuales, que el diseño de la post pandemia se discute y define ahora, no cuando esté la vacuna. La política debe mostrar direcciones e ir más allá, en tiempos donde lo sólido se desvanece en el aire, lo frágil no tiene lugar.
¿Y ahora? Retomemos la lectura del manual.
El sujeto de cambio
El general Perón, estudioso de los filósofos griegos, citaba a Arquímedes para explicar su construcción de un modelo social: denme un punto de apoyo y moveré el mundo. Cada gobierno tiene un sujeto de cambio distinto, en los ciclos peronistas con voluntad de inclusión, lo define su condición de excluido. Durante el primer peronismo, ese sujeto fueron los trabajadores, que no sólo estaban excluidos, sino carentes de organización y conducción. Es a partir de la clase trabajadora que Perón construye su modelo de país.
Durante el kirchnerismo, la última de sus expresiones, se centró sobre la inclusión de sectores que estaban excluidos producto de un proceso de intervención estatal neoliberal, y por la tanto, carentes de derechos y de acceso al consumo. Sin embargo, a diferencia de los trabajadores con Perón, este sujeto de cambio no fue un participante activo del modelo productivo nacional. Su inserción en el mismo no estaba planificada a partir de sus particularidades, sino condicionada por el crecimiento de la demanda de empleos formales.
La coronacrisis obligó a Alberto Fernández a poner pausa en la definición de quién será el sujeto de cambio que le sirva de apoyo para concretar el programa que levantó el Frente de Todos en la campaña, enfático por demás en las “nuevas prioridades”. Sin embargo, la implementación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y la abismal diferencia entre las estimaciones y el número final de beneficiarios, que sería más abultada si no fuera incompatible con otros programas sociales como el salario social complementario, presionan para zanjar esa discusión y dan cuenta del desafío de la Argentina actual.

El IFE se dirigió a un sector que numerosas organizaciones sociales intentan abarcar, pero que las excede. Ahí no solo se encuentran trabajadores informales y desempleados que no acceden al seguro de desempleo, sino también monotributistas que en su mayoría son profesionales que prestan algún servicio, tales como plomeros o pintores. Profesiones que ya no ofrecen la movilidad social ascendente de tiempos anteriores.
Dentro de ese universo, la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) es sin duda la organización más dinámica y con mayor fortaleza política de todas. A comienzos de esta semana su Secretario General, Esteban “Gringo” Castro, se reunió con el Presidente para presentarle el “Manifiesto Nacional por la Soberanía, el Trabajo y la Producción”. Un documento de 15 carillas con propuestas que van desde lo alimentario, hasta lo energético, pasando por el sistema financiero y la actividad marítima.
No queremos ahondar en este espacio sobre cada punto del documento, sino remarcar que quienes viven la realidad más dura dieron el puntapié inicial para pensar el mundo que viene. Sería grato ver al Estado, la dirigencia política, y a cada militante del campo nacional y popular tomar esta agenda y discutirla con honestidad. El momento histórico exige una conducción política orientada por la justicia social, capaz de construir un nuevo modelo de país que incluya a todos, sin la necesidad de que algunos tengan que esperar su turno para vivir con dignidad.
Pensar este nuevo modelo de país exige romper con modelos importados o rescatados de un pasado que no va a volver. Se trata de inventar, errar, y volver a intentar. En fin, de jugársela. De incomodarnos.

Nueva normalidad, viejos odres
Una normalidad fraguada que aparece tambaleante pero que cuesta darle un empujoncito. Incluso en términos estratégicos, y en aras de perdurar, lo más astuto es imprimir en la sociedad una ética distinta. Quedó demostrado en los últimos 10 años de desglobalización (en términos de José Natanson) que la estrategia política más representativa nace de los márgenes de la política institucional; Touzon y Rodríguez dirán que “la mejor política siempre está en el borde de la política, en su frontera”, producto del propio agotamiento de ese modelo de institucionalidad.
Algo desborda el vaso y por desgracia últimamente viene siendo más una avanzada de un nuevo tipo de derechas -populistas- que una ola de gobiernos populares. Tanto el neonazismo europeo y el absurdismo brasileño, como el reciente black lives matter en USA, los ponchos rojos bolivianos o la izquierda chilena supieron expresar de alguna manera u otra un hartazgo generalizado. El siglo XXI que inauguró Argentina con el 2001 demostró que, aquí y allá, existe lugar para la radicalización.
La democracia argentina tiene características únicas y una institucionalidad política muy estable si se la compara con el resto de la región. Tuvo y tiene la capacidad de construir plataformas electorales ganadoras que sepan expresar exitosamente el descontento de una mayoría popular, y ganar una elección. Sin embargo, necesita un giro radical en la concepción política que tiene sobre la compleja arquitectura que administra.
Esa porción de Patria de los márgenes debe también ser parte activa de las decisiones políticas y del control de la riqueza. Quienes gestionan de manera efectiva los territorios, quienes toman de la mano al Estado para hacerlo ingresar a un barrio que no conoce, quienes suplen la presencia estatal de forma tercerizada, garantizando incluso la alimentación de millones de personas, merecen un reconocimiento institucional a la altura en un nuevo tipo de legalidad que les otorgue centralidad. Devuelta, no se trata de que el Estado lo abarque todo ni de que todos y todas se encuentren bajo su cobijo, por el contrario, se trata de que los olvidados sean partícipes activos de la gestión de recursos, de que la indiferencia deje de ser un principio rector.
La sumisión a la lógica institucional actual -mercantil, ambiciosa, acumuladora- nos devuelve siempre al mismo lugar: una sociedad injusta pero gobernable, un programa político que exprese a la sociedad pero que no la transforme, un proyecto viable diseñado para una distribución de riquezas inviable. Un modelo de contención ad eternum que se traduce en la derrota de todo programa progresista-popular.
Esa modificación estructural, principalmente de concepción, le permitirá a la Argentina volver a organizar la comunidad con justicia, reparación y eficacia. Salir de ese enredo que Alejandro Horowicz llamó «democracia de la derrota» (la implementación de un programa neoliberal sin importar quién gobierne, en el lapsus temporal que va de 1983 al 2001) y concretar el sueño de una democracia efectiva, desempolvando también la oxidada maquinita de la integración.
Alberto Fernández cuenta con una imagen positiva como quizás nunca vaya a tener, y la legitimidad política que le permite arrancar el día con los curas villeros y terminarlo con la UIA, sin entrar en ningún tipo de contradicción berreta. Está todo dado para que hagamos eso de empezar por los últimos para llegar a todos, que no es otra cosa sino el leit motiv del peronismo con voluntad de inclusión.
Pateá Alberto, el arco está vacío.
Te acompañan los que sufren, los que aguantan los trapos, los que se organizan, los que nunca traicionan. Los que luchan y los que lloran.