Por Juan Heiremans
Ángulos ambiguos: un uso espacial de Lovecraft
En un notable y reciente artículo, Dante Sabatto se dedicó a “pensar sobre los usos no literarios de la literatura”, y en particular sobre la obra de H. P. Lovecraft. El objetivo de esta nota es tomar la posta de Sabatto y hacer, efectivamente, un uso no literario de la literatura aplicado a un tema específico: el espacio. La idea surge de una de las cosas más llamativas de La llamada de Cthulhu: Wilcox, después de haber sobrevivido al encuentro con la entrada a la ciudad de R’lyeh, dice que “la geometría de aquel lugar onírico que vio era anormal, no euclidiana, y asquerosamente impregnada de sensaciones de otras dimensiones y esferas distintas a las nuestras”. Veamos de qué nos sirve esta frase.
Espacio
Fue quizás Kant quien hizo famoso en la modernidad el decir que el espacio no es un mero recipiente vacío en donde pasan cosas y hay objetos, sino que, muy al contrario, es parte fundamental de toda percepción humana. “El espacio no es más que la forma de todos los fenómenos de los sentido externos, es decir, la condición subjetiva de la sensibilidad”. No hay ninguna percepción, ninguna forma experiencia que no se de en algún espacio: todo lo que percibimos lo percibimos en un espacio. De allí su enorme fuerza vinculante.
Quizás por eso los breves comentarios sobre el espacio que hay en el relato de Cthulhu sean los que más ayudan a transmitir ese sentimiento de horror cósmico que Sabatto cifra en la “distancia imposible” que hay entre nuestra realidad y la de los Antiguos. La diferencia entre el horror que produce la descripción de Cthulhu con la distorsión del espacio es que, en este último caso, la “distancia imposible” no remite a una determinada figura imposible (como Cthulhu que, a pesar de ser inenarrable, sigue siendo “figura”), sino que afecta directamente a las condiciones de posibilidad de cualquier conocimiento o sensación. No hay absolutamente ningún punto de contacto -ni siquiera vagas comparaciones con pulpos o dragones- en un mundo en donde toda la geometría es incorrecta, o en donde los marineros son engullidos por ángulos que son simultáneamente agudos y obtusos. La distancia es absoluta, imposible siquiera de figurar, impensable. Y el viejo Wittgenstein se revuelve en su tumba gritando “¡de lo que no se puede hablar es mejor callar!”.
Pero vayamos un poco más lento. El jurista y filósofo Carl Schmitt aseguraba que, por ser la especie humana esencialmente terrestre, todos sus ordenamientos fundamentales, políticos, económicos, culturales, sociales, etc., están siempre determinados por el modo en que nos relacionamos con el espacio y sus elementos. En otras palabras, determinados por la conciencia del espacio que se tenga. Así como no es lo mismo el “mundo de la vida” de un cazador de ballenas que el de una cantante de ópera que hace vivos por Instagram, tampoco son iguales las instituciones y dinámicas materiales en el cosmos teleológicamente ordenado del medioevo que las de la era de las partículas subatómicas dominadas por el principio de incertidumbre de Heisenberg. Podríamos introducir aquí una diferencia con respecto a Kant: el espacio sí es fundamental para la experiencia humana, pero este espacio no es nunca fijo ni completamente determinado. Está siempre cambiando, sujeto a las representaciones comunes, a los mitos, las condiciones estructurales y superestructurales de cada época. Algo parecido decía Lefèbvre al identificar en la producción espacio una trialéctica de espacio físico, social y mental.
Lo esencial de todo esto es lo siguiente: la concepción compartida del espacio de una determinada época parece ser una instancia fundamental tanto para la autopercepción, como para la percepción humana y los ordenamientos vitales.
Historia espacial
Veamos, pues, un poco de historia espacial: la primer mutación espacial global de la que tenemos noticia -o al menos la primera de la que tenemos noticia desde una perspectiva puramente occidental- se dio con la primera circunnavegación del globo terráqueo. Época en la que, además, se dieron muchos avances científicos y técnicos que cambiaron literalmente la faz del mundo. El historiador y filósofo Casey -en un libro que no puedo dejar de recomendar- describe este proceso de los siglos XVI y XVII como el paso del lugar hacia el espacio: los lugares cualitativamente diferenciados del cosmos antiguo-medieval dieron paso a un espacio indiferente, sin sentido y cuantitativamente determinado. El mundo ya no estaba teleológicamente ordenado en esferas concéntricas que revoloteaban con sonidos angélicos, sino que era una roca inane flotando en un cosmos tan infinito como vacío y silencio. No hay un mejor testimonio de esto que los lamentos que Pascal elevaba en sus Pensamientos: “El silencio eterno de los espacios vacíos me espanta” o “todo el mundo visible no es más que un trazo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza”.
En el siglo XVIII surgió una maravillosa invención racional llamada Estado que, aunque medio a los tumbos y bastante maltrecho, sigue existiendo en nuestros días. Los estados modernos operaban principalmente sobre el espacio bidimensional o tridimensional cuantitativo que abrió el siglo XVI: una inmensa superficie plana -o volumétrica- que puede ser abarcada, apropiada, distribuida y explotada por medio de la técnica. O para decirlo de otra manera, un espacio esencialmente no-lovecraftiano, sin misterios ni distancias imposibles entre el espacio y el tribunal de la razón moderna, de los instrumentos técnicos cada vez más refinados, destinados a conocer todo para asegurar el eterno progreso de la humanidad. Fronteras, bordes, limitaciones, caminos terrestres, marítimos y aéreos fueron las coordenadas básicas de la concepción espacial moderna. Éste hecho se ve atestiguado, por ejemplo, en la estrecha relación entre los inicios la guerra de expansión moderna y el desarrollo de la cartografía como ciencia exacta (descrita por Jeremy Blake); y mejor aún lo vemos en que uno de los popes de la geografía política, Friederich Ratzel, afirmara como principio que la superficie geográfica es una constante que confiere características específicas e invariables a los pueblos.
En este sentido, las dos guerras mundiales fueron el punto de máximo apogeo de la ontología espacial moderna: todos los estados del mundo en lucha territorial por anexionar superficies y expandir sus fronteras. Sin embargo, también fue el punto de inflexión para un nuevo cambio espacial planetario; y tal parece que, desde el siglo XX, los cambios espaciales sólo se han acelerado exponencialmente.
Incipit Cthulhu
Al final de la Segunda Guerra Mundial vimos nuevas aperturas de espacios novedosos (valga la redundancia) que reconfiguraron necesariamente la concepción del espacio y todas las instituciones humanas: se abre el nuevo espacio subatómico de las bombas nucleares, el espacio bélico de la selvas y de la ciudades con las guerrillas. Pero el cambio más fundamental será durante la Guerra Fría. Incipit Cthulu
En efecto, a partir de los ‘50 los enfrentamientos y los ordenamientos humanos dejan de darse en la bi o tridimensionalidad del espacio empírico, sino que se desarrollan en los espacios multidimensionales de la Guerra Fría. La zona de influencia de los bloques enfrentados, y especialmente la del bloque occidental, no abarca ninguna zona geográfica o incluso geoidalmente determinable, sino que extiende sus tentáculos a través de todos sus aliados, de la OTAN, de la ONU, y fundamentalmente a través del espacio invisible del Capital atraviesa todo. A eso se refería Baudrillard cuando decía que la “guerra del golfo no ha tenido lugar”. Si seguimos pensando en la guerra bi o tridimensional, entonces la historia del “siglo XX corto” tampoco sucedió: “Así como la riqueza no se mide por la ostentación de riqueza, sino por la circulación secreta de los capitales especulativos, del mismo modo la guerra no se mide por su desencadenamiento, sino por su desarrollo especulativo en un espacio abstracto, electrónico, informático, el mismo que aquel en el que se mueven los capitales”[1].
La prueba más grande de que hubo una mutación espacial planetaria es que todos los ordenamientos fundamentales, antes orientados desde y hacia el territorio nacional, cambiaron siguiendo las exigencias del nuevo espacio del Capital: desde las instituciones gubernativas hasta la intimidad de los dormitorios. El nuevo espacio no es un plano, sino que son campos magnéticos de fuerzas económicas que buscan expandir sus dominios hacia zonas no desarrolladas para producir más plusvalor. Polos negativos y positivos que pugnan por atraer la preciosa plusvalía. Cuesta imaginar algo más Cthulhiano que esto. Nuestras propias vidas están atravesadas por fuerzas tan etéreas y tan lejanas para el común de la gente que la distancia es insalvable.
Lovecraft da en la tecla: sólo unos pocos adeptos llegar a conocer el secreto y sobrevivir. El resto son asesinados por ángulos misteriosos o por macabros sacerdotes capitalistas del culto mistérico de Cthulhu. La geometría de los ordenamientos humanos dejó de ser euclidiana. En rigor, tampoco es no-euclidiana. Es una geometría reganiana (¿reganometría?) en donde los ángulos sí pueden ser -y lo son- obtusos y agudos al mismo tiempo. ¿Cómo es que resulta más cercano comprar víveres online a otras provincias a través de MercadoLibre que bajar al almacén del esquina? ¿Como puede ser más barato comprar alpargatas a China que en una fábrica local? Houellebecq describe acertadamente en una de sus novelas cómo la mega industria del consumo turístico doblega y remodela el mapa del mundo a su placer, de modo que una semana Malasia está mucho más “cerca” de Nueva York que de la India. Más aun, para una porción considerable de la población mundial, cualquier destino exótico queda más cercano que el prójimo, que el vecino, o el que pide ayuda a su lado.
La historia del siglo XX corto es la historia de un espacio que trasciende sus fronteras empíricas y se transforma en algo literalmente imposible de definir. Digámoslo una vez más: el espacio que hoy moldea nuestras instituciones y nuestras vidas es el espacio cthulheano (o el espacio r’lyehano) del desarrollo capitalista y de la acumulación de plusvalor abstracto. Los cambios espaciales se han dado por diversos medios: por simples desarrollos históricos y fortuitos; por avances tecnológicos; por medio de la violencia patrocinada por Estados Unidos o bien por la seducción del permanente bombardeo afectivo y sensorial de la microeconomía publicitaria. Todas estas instancias son o bien causadas o bien aprovechadas por los “oscuros sacerdotes” que celebran los ritos esperando que vuelva el reinado de los Primigenios Lovecraftianos, en donde la humanidad se volverá “libre y salvaje más allá del bien y del mal, dejando a aun lado la ley y la moral” (cualquier parecido de esta cita con la realidad no es mera coincidencia).
Este es quizás el punto en que tengo que separarme de la interpretación planteada por Sabatto. Puede que la mitología Lovecraftiana sea amoral, y bien sabemos que los cambios ya descritos no se deben a delirios conspiranóicos de sociedades secretas que planean todo el decurso del mundo, pero el actual Cthulhu capitalista y liberal no es de ninguna manera indiferente. El etéreo espacio de flujos capitalista sólo se mantiene -al igual que los ritos de los adoradores- con la sangre de miles de inocentes que no pueden entrar en el espacio estéreo y son sacrificados para lubricar los engranajes del sistema. Mejor dicho, el mundo de los Primigenios capitalistas sí es indiferente: indiferente a las matanzas, indiferente al sufrimiento, indiferente a todas las formas de vida que no concuerden con la lógica turboconsumista.
Es importante notar lo verdaderamente inconmensurable que es la dimensión espacial capitalista. Sólo algunos especuladores y gurúes tecnológicos tienen verdadero acceso a alguna porción del espacio, pero nunca a su totalidad. Distancia absoluta. Y, por otra parte, también hay que notar que el poder que ejerce es terriblemente concreto y efectivo. Desde nuestras subjetividades hasta nuestras dolorosas repúblicas, todo está desterritorializado y subyugado por flujos de dinero abstracto, por modas impuestas o por buitres mitológicos que se alimentan de repúblicas moribundas.
Más espacios (traducción: more SpaceX)
Parece que el espacio de nuestros días se va volviendo cada vez más inabarcable; más y más complejo y separado del resquicio entre nuestras suelas y el asfalto. Nuevos espacios se abren a cada rato para ser absorbidos por los polos magnéticos.
La actual pandemia, por ejemplo, es el escenario de para la profundización de un espacio que moldea nuestras vidas desde los años ’60: internet. Con la reducción del espacio público a la intimidad doméstica y la inminente reestructuración del trabajo con la introducción del home office, el reinado de internet se profundiza más y más. Internet proporciona un universo liberado de todo constreñimiento de tiempo o espacio terrestres. Allí no hay distancias, no hay horarios ni limitaciones. En internet no hay siquiera corporalidad: es un mundo bien temperado en donde todo resplandece con luz propia y en donde las apropiaciones, distribuciones y producciones superan los límites reales impuestos por el mundo empírico. Todas las determinaciones humanas -y especialmente la cultura- se liberan de sus raíces espaciales y temporales para dar a luz a una unicultura universal, homogeneizadora y totalizante. [2]
El último espacio que parece estar siendo abierto y metabolizado por las fuerzas magnéticas mercantilistas es el espacio exterior. El pasado 30 de mayo la nave espacial Dragon 2 encendía sus turbinas y atravesaba la atmósfera a toda velocidad. Este vuelo representa el reingreso de norteamérica a la producción de vuelos espaciales, además de ser el primer vuelo espacial de la historia operado por un proveedor comercial privado (SpaceX). En nuestra opinión, este hecho representa la expansión del campo magnético de los grandes poderes económicos hacia los nuevos espacios abiertos por la técnica, y la adición de una dimensión más a un espacio que ya era suficientemente inabarcable. Parece que, finalmente, Cthulhu podrá aparecer en el espacio, y no de manera metafórica. Las églogas que acompañaron a la misión de SpaceX no fueron “pequeños pasos para el hombre y grandes pasos para la humanidad”, sino una cruda confesión de los criterios puramente económicos que guían la empresa espacial. En efecto, el mismísimo director de la NASA expresó con motivo de la llegada de la nave a la ISS (cito extensamente por la relevancia de la cita):
[Este vuelo] representa una transición en cómo volamos desde los Estados Unidos (…); vamos a asociarnos con industrias comerciales de acceso a órbita terrestre baja, y esas asociaciones van a permitir que nuestros proveedores tengan clientes que no sean de la Nasa y bajen nuestros costos, y vamos a tener muchos proveedores compitiendo por los costos, innovación y seguridad (…). Y este modelo de negocios (…) se va a aplicar cuando vayamos a la luna. (…) Cuando tenemos socios que están interesados en explorar comercialmente y en hacer lo necesario para obtener inversiones de capital, todos terminamos mejor.
Otros ejemplos actuales que podemos citar son el “Proyecto Starlink”, un emprendimiento privado para poner en órbita 12.000 satélites que ofrecen una serie de espeluznantes servicios: “Anticípese al mercado y tome mejores decisiones de inversión con imágenes y análisis globales de alta cadencia”; “Planet Tasking proporciona a las organizaciones inteligencia en tiempo real para identificar de manera proactiva los puntos ciegos, anticipar eventos y tener confianza en la próxima decisión de misión crítica”; o la empresa ConsenSys, abocada a la extracción de recursos naturales de cuerpos celestes, que ya cuenta con varias patentes registradas con nombres dignos de ciencia ficción.
El director de la NASA confirma que será la religión del libre mercado la que poblará y colonizará el espacio exterior. Y los proyectos aeroespaciales muestran que todos los ordenamientos humanos cambian allí donde cambian las coordenadas espaciales, y que la conquista del espacio podría ser el punto de partida para un nuevo régimen de cosmocapitalismo donde la obsesión por la producción y el consumo ya no estará limitada por los recursos y los constreñimientos culturales y políticos de la tierra, sino que se desarrollará en escalas que aun no podemos imaginar.
Es difícil imaginar que el estado de cosas presente se mantenga allí donde no queden puntos del planeta libres de las potentes cámaras satelitales, de armas satelitales y de un mercado mundial con una capacidad casi infinita para analizar todo y en todo momento.
(No hay) Conclusión
La única conclusión que puede haber de todo esto son preguntas. ¿Son posibles las repúblicas en el mundo del espacio r’lyehano? ¿Cómo serían los procesos de justicia en una superficie terrestre permanentemente vigilada desde dentro y desde afuera? ¿De qué libertad podemos hablar en un universo en donde la publicidad sería omnipresente tanto en el cielo como en la tierra? ¿Puede haber algún grado de libre competencia económica -si es que la hubo alguna vez- en un escenario en donde algunos pocos tendrían posibilidad de monitorear todo lo que sucede en el mundo de manera inmediata? ¿Qué pasaría con nuestra libertad allí donde no queda ningún espacio vacío en donde ponerse a salvo de la vigilancia?
Bibliografía (citada o recomendada)
Baudrillard, Jean, La guerra del Golfo no tuvo lugar, Barcelona, Editorial Anagrama, 1991
Casey, Edward, The fate of space, Londres, Los Angeles, University of California Press, 1998.
Ezquerra, David Baringo. «La tesis de la producción del espacio en Henri Lefebvre y sus críticos: un enfoque a tomar en consideración.» Quid 16. Revista Del Área de Estudios Urbanos 3 (2013): 119-135
Han, Byung-Chul, Hiperculturalidad, Madrid, Editorial Herder, 2018.
Pascal, Blaise, Pensamientos, Madrid, Gredos, 2014.
Schmitt, Carl, Tierra y Mar, Madrid, Editorial Trotta, 2007.
[1] Baudrillard, Jean, La guerra del Golfo no tuvo lugar, Barcelona, Editorial Anagrama, 1991, p. 59
[2] Remito al libro Hiperculturalidad de Byung Chul Han para una descripción para nada crítica pero muy acertada de este fenómeno.