Cuando decimos República #5
Los rencores y los odios que hoy soplan en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos.
Juan D. Perón
No es lo mismo triunfar en los campos de batalla que vencer los vicios, las preocupaciones, las antipatías de una nación. Un momento decide aquellos combates; para resolver estos, un siglo no basta.
Juan B. Alberdi
En estas condiciones, escribir sobre la grieta sería de mal gusto. Quien escribe estas líneas no ha vivido lo suficiente para entenderla ni tampoco tiene los recursos para resolverla. Pero no deja de llamarnos la atención que, aunque a veces hablemos más y a veces hablemos menos de ellos, nuestros mambos vuelven a aparecer cada vez que alguien intenta hacer algo. Casi como esas preguntas de las que ya se sabe la respuesta pero no se la quiere escuchar, el Presidente los evade siempre que puede, solo para encontrarse de frente con un bastión anti-lo-que-sea en cada esquina política que dobla. ¿Seremos tan tóxicos?
Con esto en mente, más como un disparador que como un tema de investigación, en las próximas dos entregas de CDR antes del cierre final vamos a abordar dos reflejos del republicanismo: la concepción agonal del desacuerdo político y la precaución ante la tiranía de la mayoría, en la que cumple un rol clave la existencia de una oposición política. En el camino, trataremos de tocar de costado algunos nuevos problemas de la democracia de siempre (sin spoilers).
En su película Soldado, Guillermo Moreno (?), sentado en la esquina de un bar, acepta a regañadientes que por más diferencias que haya entre el pueblo y la oligarquía, en la medida en la que participan y avalan un sistema democrático y viven en el mismo país, estamos en el mismo barco: hay que convivir, nos guste o no. Un republicano más idealista le agregaría al compañero: en una nación funcional, las fuerzas representativas no solo deberían compartir el territorio sino algunas metas comunes – los intereses permanentes de la Nación. Si dentro de nuestro país tenemos diferencias tan grandes que no pueden forjar un acuerdo de convivencia, si el disenso característico de la democracia se convierte en una lucha por la existencia (algo que puede pasar), lo que se pone en riesgo es la unidad nacional y/o la democracia. Hay muchos ejemplos de lo que pasa en ese caso, y no son muy divertidos.
Esta idea cliché, que podría decir un candidato en un debate presidencial (“no voy a ser solo el presidente de los que me votaron; quiero un país en el que entren todos”), es fundamentalmente un posicionamiento sobre el valor que se le da al otro: la chance de que eventualmente pueda tener alguna porción de razón. Dice Chantal Mouffe (2010): “el disenso se puede dar mediante el antagonismo amigo-enemigo, cuando se trata al oponente como enemigo –en el extremo llevaría a una guerra civil– o a través de lo que llamó agonismo: un adversario reconoce la legitimidad del oponente y el conflicto se conduce a través de las instituciones”. El republicanismo –de la Patria, el Pueblo y la Ley; de la Igualdad, Libertad y Fraternidad– no puede pensarlo de otra manera. El conflicto, lejos de ser contraproducente, es la piedra angular de la vida pública.
El populismo tiende a manejarse con una oposición tajante entre un “nosotros” –el binomio Líder/Pueblo– y un “ellos” –el Enemigo Externo/Traidor Interno Oligarca– (Casullo, 2019). Tiene virtudes el populismo, pero creemos que esta no es una de ellas. El republicanismo, que se puso a pensar esto desde la comodidad de la aristocracia, puede separar, dentro de lo posible, “Enemigo” de “Adversario” porque no ve en las diferentes posiciones políticas democráticas un signo de la (falta de) calidad moral de quienes las sostienen. No tiene problema en afirmar que, como el estatus de ciudadano/a implica reconocerse políticamente igual a los demás, naturalmente es posible que exista algo de justicia en la postura del otro (iustus hostis). Toda su arquitectura política se trata de encontrar una normativa, un procedimiento, para determinar cuál postura va a ganar esta vez.
Plantear que tu adversario es también tu compañero puede hacer saltar chispas por todos lados en la arena de la disputa política real –en términos de Mouffe ¿dónde marcamos el límite entre adversario con el que se dialoga y enemigo con el que se combate?–; una vez más, entramos en tensión (y eso es bueno) ¿Cuántos kirchneristas habrían celebrado un acompañamiento “responsable” de Cristina al “ajuste” de Cambiemos? ¿Se puede “tolerar” a un racista? ¿Hay iustus hostis en la interacción con un homófobo?
Nos ponemos a dar vueltas en torno a estos interrogantes y caemos como caballos en la trampa de la tolerancia de Popper: una sociedad que aspira a la tolerancia no puede tolerar la intolerancia. Pero tal vez estemos mirando la cosa equivocada. Hace rato que en Argentina, donde un lado no le cree una palabra al otro, no solo nos tratamos como enemigos, sino como criminales (me recuerda a Schmitt). Y acá estamos.
No hace falta llevar la tolerancia hasta sus últimas consecuencias y abrazar idióticamente a aquel que patentemente quiere asesinarte o festejar el diálogo con el patrón que no te paga el aguinaldo. Puede ser más simple y menos controversial: somos demócratas y somos republicanos; queremos que haya elecciones en nuestro país, en las que todos los votos valgan lo mismo, se escuchen todas las voces y gane el mejor, pero que también pueda ganar otro si hizo la tarea.
Eso quiere decir que no tenemos la opción de elegir si tener o no oposición cuando triunfen los representantes que nos gustan, pero sí podemos elegir (con nuestros gestos, nuestro discurso y nuestra manera de confrontarla) contra qué tipo de oposición nos gustaría perder, tanto como ella nos elegiría a nosotros. Desde la moralina eso nos resulta imposible, porque dialogar es siempre, sin excepción, traicionar. La cuestión es que cuantos menos puntos de contacto tenemos con el adversario, más se convierte en enemigo; y el enemigo no la piensa dos veces cuando finalmente está en una posición ventajosa: te pasa por arriba ¿no era una lucha a muerte entre el bien y el mal, después de todo?
No queremos decir que los conflictos sociales tienen que desaparecer. No van a dejar de estar ahí. Esto no es consensualismo berreta. La política es insoportable. Es ingrata, impredecible. Es aceptar que las buenas acciones no van a tener necesariamente buenas consecuencias y que a veces acciones horribles van a salvar a millones de niñitos desnutridos. Weber, claramente pensando en Maquiavelo, lo dice sin tapujos: “quien se mete en política ha sellado un pacto con el diablo”. Y sin embargo lo seguimos haciendo desde hace milenios, ahora de manera democrática, porque evidentemente lo necesitamos, como personas y como sociedad. El presidente, que de esto sabe más que nosotros, no debe estar muy sorprendido al encontrarse en cada medida, a cada paso, con alguien dispuesto a escandalizarse y bloqueársela.
Es más, un sistema político en el que los partidos mayoritarios fueran muy parecidos –se puede pensar en el PP y PSOE hace 10 años, o en la idea general de “esto no es una democracia; son todos iguales y encima nos piden el voto” que respira Chile– es algo que a todo el mundo le desagrada, pero una política demasiado polarizada –lo vivimos acá– también. Cuando los consensos son demasiados, tenemos una casta política rancia que pide a gritos una revuelta popular, cuando no hay ningún consenso, giramos de acá para allá en una rueda que lastima a todo el mundo y no lleva a ningún lado. Por fortuna, hay opciones intermedias. En ese sentido, no nos preocupa tanto lo que twittee el termo promedio, ni incluso que los y las dirigentes, en nombre de la responsabilidad o del pragmatismo, elijan deliberadamente radicalizar e ignorar las “formas republicanas”. Es algo que es parte del juego. Lo que nos asusta un poco más es que las desconozcan por completo.
Es precisamente el hecho de que nos encontremos en dos situaciones inevitables (vivir en común y estar en desacuerdo) lo que hace necesario encarar el disenso de la mejor manera, con dirigentes que conozcan sus opciones y evalúen sus consecuencias. Porque a los disensos no se los censura ni se los persigue ni se los oculta de la luz del sol: se los encara de frente; y porque, si no, solo nos queda dejar de vivir en común. Podemos ser ciudadanas del mismo país sin olvidar las distinciones de clase, así como podemos oponernos diametralmente a un adversario encontrando igualmente reglas básicas para que el “duelo” sea justo y no termine perjudicando a todo el mundo: no vamos a ser todos amiguitos, pero es preferible que el conflicto no se convierta en un instrumento para la negación del otro. En los términos que nos gustan: si logramos extender la máxima “parece que nos estamos peleando, pero nos estamos reproduciendo” a la República Argentina, somos invencibles.
Si el argumento pragmático de “bancatela porque vas a tener que convivir con ellos te guste o no” parece insuficiente, volvamos a un punto clave: el republicanismo entiende que “el debate no se debe a un déficit moral o económico, sino que es constitutivo de la política” (Rosler, p. 161). Esto, creemos, nos sirve y mucho. Por un lado, para entender que no hay mejor manera de perder frente a un adversario que elegir deliberadamente no entender cómo piensa ni qué es lo que quiere (pobre Hillary Clinton). Entender al conflicto como un fenómeno inevitable pero enmarcable nos permite salir indemnes de la falsa dicotomía “consenso vs. guerra revolucionaria a muerte”.
Por otro, que no siempre se trata de que el otro sea malo o tenga intereses espurios. Al menos cuando estamos hablando del Pueblo. Bajar un cambio y parar un segundo a tener en cuenta la situación del otro cuando más convencidos/as estamos de nuestra posición y, sobre todo, cuando nos están dadas las condiciones para ganar sin preguntarle nada a nadie, es, como pocas cosas, un acto de amor: amor por el hermano o hermana, aunque sea mala gente; amor por que que el otro tiene para decir, aunque después nos parezca una imbecilidad; amor por la paz y amor por la duda, que es amor por la democracia – esa idea que insiste en asegurarnos que nunca vamos a disfrutar la certeza de tener razón.
Si combinamos esta “actitud republicana” con la firme vocación de construir una nación del carajo, de esas que entran en los libros de historia, lo único que nos falta es la paciencia. Los vicios, las angustias y los resentimientos que hoy nos parecen definitivos nos van a llevar al fracaso o los vamos a superar para salir adelante. Solo el tiempo y el liderazgo lo dirán. Pero mientras tanto hagamos lo que podamos, que la grieta no es el fin del mundo.
“Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera;
tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de afuera.”
Referencias:
- Alberdi, J. B. Fragmento preliminar al estudio del Derecho, en Botana, N. R. (1984). La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo. Buenos Aires, Sudamericana.
- Casullo, M. E. (2019). Por qué funciona el populismo. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.
- Linz, Juan. 2004. “Los partidos políticos en las democracias contemporáneas: problemas y paradojas”, en POSTData, Número 10: 187-224.
- Mouffe: “La democracia consiste en permitir puntos de vista”. Página|12, 5/9/2010.
- Perón, J. D. (1974). La comunidad organizada. Buenos Aires: Secretaría Política de la Presidencia de la Nación. p. 74.
- Rosler, A. (2016). Razones públicas. Seis Conceptos Básicos sobre la República, Buenos Aires, Katz
- Weber, M. (2005). El político y el científico. Buenos Aires: Ed. Libertador. p. 76.
Leé el siguiente CDR: https://revistarandom.com.ar/2020/09/06/el-principio-del-fin/