En esta nota me interesa, en primer lugar, hablar de los conflictos de la política a raíz de la pandemia del COVID, pero cabe destacar para este análisis una distinción del rol del Estado en situación de emergencia y el rol del gobierno en un contexto donde la Argentina presenta ciertas particularidades: no solo la deuda, la crisis económica y la promulgación de la ley de solidaridad social y reactivación productiva en el marco de la emergencia pública, a la que luego se le añade la emergencia sanitaria, sino también el hecho de que Alberto Fernandez asume en un acto de decisión de un orden obligatoriamente monolítico que impera sobre el resto del entramado institucional y colectivo.
Ya se ha mencionado justa y necesariamente este regreso al Estado leviatánico en un contexto donde la acción coordinada y unísona resulta clave en una Argentina atravesada por varias crisis internas y con la pandemia como crisis externa: algunos han comparado la pandemia con la guerra, cosa que me parece parcialmente válida por algunos puntos contingentes que tienen en común en cuanto a las necesidades estratégicas. Quizás la más importante de estas necesidades estratégicas sea que es el momento ideal para abordar estos conflictos como asunto de Estado –de interés nacional- y no como una mera decisión de un sector político particular. Por “ideal” no me refiero a que sea un buen momento, sino que justamente el nivel de conflictividad refleja el descuido perpetuo de las instituciones que hemos alimentado en un círculo vicioso de trincherización de las mismas: nadie puede hacerse el sorprendido, por ejemplo, de la baja legitimidad del poder judicial que desde hace varios años hemos convertido en una arena pública de disputa política.
Nos enfrentamos entonces con una realidad que por su hostilidad nos obliga a generar consensos en planos fundamentales como la salud, política exterior, política económica y demás, de tal solidez que sólo pueden contenerse desde un Estado fuerte con instituciones que incidan con total autoridad y predominancia en la interrelación con el entramado social, en un país que necesariamente precisó de un approach populista (hago uso de la acepción que remite al rebasamiento de ciertas instituciones públicas como mecanismo de interpelación a un sector social especifico, que puede ser capitalizado por izquierda o por derecha), por parte de sus Ejecutivos, para garantizar la gobernabilidad de una democracia joven.
Acá surge una de las principales contradicciones: es muy difícil trazar en un país que realiza giros copernicanos según el signo político que gobierne, una política de interés nacional que no tiene otra forma de ejecutarse más que de manera vigorosa y profunda, en un momento de crisis de magnitudes sin precedentes, sin esperar un conflicto de alta intensidad. La causa de este crecimiento en las tensiones es que lo que un sector de la sociedad considera una política de necesidad imperativa, otro lo impugna por considerarlo negador de su interés legítimo, o lo que es peor, negador de su existencia misma, sirviendo como combustible a la radicalización de las posturas en conflicto. La contradicción consiste, entonces, en que el gobierno debe ser necesariamente fuerte para compensar las deficiencias de un Estado débil, en términos del Soberano maniobrando el timón en un mar de incertidumbre, pero de resultar en un error, por exceso u omisión, esto potencia la erosión institucional en detrimento del Estado. Podemos decir, entonces, que en este contexto excepcional donde hay un gobierno fuerte nos encontramos con un Estado insuficiente en su diseño y alcance normativo-institucional y no, como piensan algunos que, al ver varias medidas tomadas por día, creen inocentemente que hay un Estado “fortaleciéndose” como si el gobierno bombeara legitimidad por tener un alto nivel de actividad.
Tampoco el oficialismo tiene muchas opciones, porque lo que definitivamente es un imperativo en este momento es marcar el horizonte hacia la armonía y el orden, cosa que intenta con esmero y que únicamente puede ser logrado bajo la conducción de estos procesos. Lo que no podemos esperar es que de un proceso necesario como lo es este Estado-Leviatán pretendamos que el punto de superación de este estadio de incertidumbre se dé sin sacrificios. El peligro que representa no realizar el salto cualitativo de la administración del sacrificio es extremadamente sensible, porque una vez superado el fervor leviatánico. ¿Qué queda en un Estado con nuestras características? ¿Podemos seguir prolongando la disputa política tensionando el sistema de pesos y contra pesos? Creo que este tipo de cuestionamientos van a ser fundamentales para la transición hacia métodos del ejercicio del poder que se adecuen a la heterogeneidad estructural que caracteriza tanto a la Argentina como a nuestros países vecinos. El riesgo de la totalidad de nuestra clase política es jugarse la escasa capacidad de intérprete de necesidades y realizador del bien común que le queda.