Cuando decimos República #6
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“Si quieren tomar decisiones de gobierno, formen un partido y ganen las elecciones”.
Cristina Fernández de Kirchner.
A veces parece imposible construir con la oposición. Realmente. No dan ganas, cuando ves a los diputados y diputadas gritando, boicoteando la votación y exaltando a los manifestantes que esperan con bronca afuera del Congreso. Pero, quien asumiera esta posición, tendría dos pequeños problemitas. 1°: la descripción de recién podría haberse aplicado tanto a Juntos por el Cambio la semana pasada como al peronismo en la sesión de la Reforma Previsional (y lo fue); 2°: por más infumable que sea, siempre es mejor tener oposición que no tenerla. Donde faltan canales de representación política (Chile, EEUU, etc.), la movilización del descontento de ciertos sectores puede derivar en disturbios desorganizados o, incluso, golpes de Estado; donde la representación opositora está deliberadamente neutralizada, bueno… no hay democracia.
Como señala Sartori, el sistema democrático-republicano no funcionaría si el gobierno elegido por la mayoría no garantizara institucionalmente formas en las que se pueda expresar la voz de la minoría, garantizando y tutelando su derecho a hacer oposición y a eventualmente ganar. La oposición es “un órgano de la soberanía popular tan vital como el gobierno; cancelar la oposición significa cancelar la soberanía del pueblo” (2003, p.38). Esta afirmación no salda la discusión; lamentablemente la abre. Si tenemos que cuidar y respetar al otro lado de la grieta para seguir viviendo en democracia, pero ese otro lado quiere cada vez menos que se lo respete, porque ese respeto no le vale nada… ¿Hacia dónde vamos? La frase favorita de Demócratas norteamericanos –“When they go low, we go high” (Michelle Obama, 2016)– puede ser premonitoria. Cualquiera de nosotros podría estar a punto de decirla. Miren tan sólo cómo les fue.
Siempre es posible que estemos exagerando. Pero se hace difícil no sentir que algunos de los problemas que la democracia occidental está viviendo –la división en bloques radicalizados, con interlocutores endogámicos, sin punto de contacto y con racionalidades probablemente incompatibles– están llegando con muchas ganas de quedarse. Imaginamos a Alberto Fernández como el presidente que iba a cerrar una “grieta argentina” que no era más que un producto de nuestra irracionalidad, un accidente de los “excesos” del pasado. Que nos iba a curar. Pero pasa el tiempo y empezamos a preguntarnos si, quizás, no había nada que curar. Si, quizás, lo que nos tocó, nos tocó para rato ¿Y si Fernández, más que un restaurador, es el primer presidente de la grieta plenamente desplegada; el abanderado de una Argentina aprendiendo a seguir adelante con una nueva cualidad, crónica, que ya es parte inevitable del paisaje político? Veremos.
«This is not the end. It is not even the beginning of the end. But it is, perhaps, the end of the beginning. [Risas]” Winston Churchill
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«Con que así es como muere la libertad…
Con un aplauso ensordecedor»
Padme Amidala.
Cualquiera que haya tenido la oportunidad de conversar con un señor conservador sabio escuchó al menos una vez el sermón de la historia de la ejecución de Sócrates. La democracia mata al filósofo porque el filósofo es insoportable. Lo que resalta es lo siguiente: mayoría no confiere verdad, el número no equivale a acierto. El pueblo puede acertar o equivocarse, pero no saber: es una fantasía suponer que muchas manos levantadas en una asamblea equivalen a sabiduría. Es más –dicen Kelsen (1966) y Sartori–, si no existen medios de contra organización, una decisión mayoritaria puede ser básicamente irreversible, ya que cuando la mayoría toma todo y la minoría se queda sin nada, ya no vale la voz de nadie: al que perdió no le sirve hablar y a ninguno de los que ganaron le conviene cambiar de opinión, porque pasaría inmediatamente al bando de los parias.
El matiz republicano aporta, en este caso, algo muy importante. Existen principios fundacionales, refrendados por cada generación, que son más importantes que el vaivén de la opinión mayoritaria. Abordemos solo una de sus aristas: el valor de las personas no está determinado por lo que crea la mayoría, así como su culpabilidad, que sólo se deriva de una sentencia tras un juicio justo, preservando el derecho a la defensa, la presunción de inocencia y la privacidad. Siempre existe la tentación de decir: “esta vez es distinto, todos saben que X es malo”. Pero la ingeniería institucional republicana permanentemente intenta disuadirnos –con éxito variable– de ir por la salida fácil. Podríamos darle mil vueltas a esto pero, a esta altura, y con todos sus matices, para cualquier concepción política progresista estas cuestiones deberían estar más saldadas de lo que lo están.
Este razonamiento “antipopular” es el que permite que la mayoría pueda tomar decisiones fundamentales sin aplastar a las minorías, vulnerar sus derechos ni borrar con el codo lo que el año pasado se había escrito con la mano. Paradójicamente, lo que nos molesta por sonar a viejo carcamán, es también lo que permite que, si el 60% de la población quiere la pena de muerte o la expulsión de los inmigrantes o la segregación de un grupo social, exista un entramado constitucional que le ponga un freno. De hecho, ni siquiera sabemos si ese 60% no pedirá, un par de años después, exactamente lo contrario. Pero el dilema de la representación y de la capacidad de agencia de las personas lo dejamos para la próxima vez.
Tres recomendaciones de amigos. 1) Un texto precioso (y extraño), The soul of man under socialism, donde Oscar Wilde explora muchas cosas, entre ellas qué sería de un artista, un científico o un filósofo que sólo presentara su obra si esta no ofendiera la sensibilidad y la opinión de la mayoría. 2) El Gran Discurso Antisistema de Julio Anguita, en el que advierte sobre esa “sociedad hipócrita” de muerte lenta y conformismo en la cual, para ser parte, hay que aprenderse el librito de razonamientos aceptables y cuidarse de no decir cosas que te metan en problemas. 3) La película 12 Angry Men con Henry Fonda, donde, en un juicio por jurado (que tiene que dar una sentencia unánime), un tipo se enfrenta a sus 11 compañeros al intentar convencerlos de la inocencia del acusado, un chico de 18 años a punto de ser enviado a la silla eléctrica.
“Las leyes están hechas para los chetos,
para la gente que tiene más plata y poder”
Esteban Lamothe
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“Y patrones, peones y esclavos –satisfechos y complacidos– no necesitaban que nadie –y menos unos tortuosos jacobinos, maldecidos por el Dios que Roma y España nos legó– viniese a cambiarles las dichosas rutinas de sus vidas.
Tantos muertos. Tantos heridos. Tantos prisioneros. Tanto armamento capturado. Basura. Basura que arrastra el viento de la madrugada.
Basura este país de los cielos más hermosos que hombre alguno haya imaginado.”
Andrés Rivera, Ese Manco Paz.
Recién independizados, los territorios americanos se lanzaron de cabeza a escribir preciosas constituciones y proclamar Repúblicas a diestra y siniestra (Safford, 1991). Pero la alegría no duró mucho: los conceptos ideales modernos y liberales que los revolucionarios morían de ganas de aplicar al pie de la letra, huérfanos de pragmatismo, se chocaron con la estructura profunda, sedimentada, de la tradición colonial hispánica. De golpe, las elites republicanas se encontraron con una pared infranqueable de “reaccionarios”: el pueblo. No era fácil reemplazar siglos de Rey así como si nada – “La libertad, ídolo de los pueblos libres, es aún despreciada por los siervos, porque no la conocen” dijo una vez San Martín. Con repúblicas de aire, constituciones que eran letra muerta y revueltas de caudillos por doquier, el intento de imponer valores e instituciones desde arriba dio lugar a una preocupación menos ambiciosa: garantizar un mínimo grado de orden y estabilidad, un poder central efectivo, para que vivir en tu país no sea una tortura permanente.
Esta experiencia marcó profundamente a toda una generación que, habiendo nacido en los años de guerra civil, nunca se olvidó de los peligros de la “masa descontrolada” y se prometió que, la próxima vez, tendría más cuidado. Damos la palabra a don Alberdi (1945):
El problema del gobierno posible en la América antes española no tiene más que una solución sensata: ella consiste en elevar nuestros pueblos a la altura de la forma de gobierno que nos ha impuesto la necesidad; en darles la aptitud que les falta para ser republicanos; en hacerlos dignos de la república, que hemos proclamado, que no podemos practicar hoy ni tampoco abandonar; en mejorar el gobierno por la mejora de los gobernados; en mejorar la sociedad para obtener la mejora del poder, que es su expresión y resultado directo.” (pp. 56 y 57)
Esta aproximación fue la fuerza motora detrás de los mecanismos que fortalecieron el estado de derecho (de la época) bajo el ala de un estado “liberal” y del impulso fervoroso de la educación e instrucción pública que antecedió a la etapa más pujante en la historia de nuestro país. Ofrecía un horizonte, un punto de encuentro eventual para el ideal civilizatorio y la realidad ingrata. Fue una síntesis entre la frustración del revolucionario sin masa y el parroquialismo reflexivo de los caudillos populares. No es poca cosa.
Pero por otro lado, pensar que para que “un pueblo que ha sido presa durante siglos de oscurantismo y embrutecimiento” tenga permitido gozar de sus derechos primero necesita ser sacado de su ignorancia (en caso contrario, usarían su voto para volver a elegir a su verdugo) les trajo costos políticos concretos. Cuando el trauma de los caudillos pasados se combina con la desconfianza en los pobladores de su país, encontramos el gen primario de una obsesión mítica de cierta derecha argentina: “vivimos en un país que no nos merece”. La fijación que aflora de esta división entre la “gente bien” y la mayoría deriva en una mirada política que busca desesperadamente una explicación simple, única y gratificante que dé cuenta de todas nuestras miserias materiales y espirituales. Y usan la frase “defender la república” como latiguillo para proclamar lastimosamente lo que no pueden sostener en la arena política.
Así, los “republicanos sin república” se convierten en una élite que le exige a su pueblo que sea lo que no es y, como sabe que “no está listo”, le niega la plenitud ciudadana que debería ser el punto de partida, no de llegada, de la aventura republicana. Cuando decimos se la niega decimos: se la niega cómo sea. La derecha nunca más pudo salir de ahí. Incluso cuando se democratizó, no dejó de preguntarse jamás qué habría pasado si Liniers no derrotaba a los ingleses. La idea de que si en Argentina no vivieran los argentinos todo sería mejor se atrincheró en sus cabezas y, aún hoy, no les da paz.
Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas,
Ni sufres, ni gozas con tu pueblo,
No alcanzarás a traducirlo nunca.
Escribirás, acaso, tu drama de hombre huraño,
Solo, sin soledad…
Atahualpa Yupanqui
- Alberdi, J. B. (1945). Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Buenos Aires: Jackson Editores.
- Arendt, H. (1998) Sobre la Revolución. Madrid: Alianza Editorial.
- Botana, N. R. (1984). La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo. Buenos Aires, Sudamericana.
- Crook, M. (2015). Universal Suffrage as Counter‐Revolution? Electoral Mobilisation under the Second Republic in France, 1848–1851. Journal of Historical Sociology, Volume 28.
- Rojas, R. (2010). Las repúblicas de aire. México D.F.: Taurus.
- Ruiz Moreno, I. (1976). La lucha por la Constitución. Buenos Aires: Astrea.
- Safford, F. “Política, ideología y sociedad”, en Bethell, L. (ed.), Historia de América Latina (1991), vol. 6. Barcelona: Crítica.
Sartori, G. (2003) ¿Qué es la democracia? Buenos Aires: Taurus.