Por Christian Francese*
El científico en una torre de marfil. Aislado, solo con su genio, alejado de los problemas de la vida cotidiana. Privilegiado, dueño de las verdades del mundo. Esa es la imagen (masculina y blanca, por cierto) que se ha propuesto para caracterizar irónicamente a una manera de pensar y hacer ciencia, a la cual Varsavsky denominó a fines de los ’60 como “cientificista”. La crítica señalaba que, por más actitud apolítica que se pretenda tener, el campo científico se encuentra inevitablemente cruzado por intereses sociales y económicos. Cientificistas eran y son -todavía abundan- quienes están solamente preocupades por publicar papers siguiendo los mandatos de las revistas internacionales, sin importar si sus conocimientos valen para transformar la sociedad en la que se encuentran.
Lógicamente, la propuesta de autores como Varsavsky -del PLACTS en general- era que la ciencia se involucre en una transformación de la realidad que resulte beneficiosa al conjunto de la sociedad, para el pueblo, para la liberación nacional o por el socialismo según le auter que se elija. Sin embargo, la realidad fue transformada en un sentido contrario al deseado a partir de la década de los ’70, acompañada en gran medida por la ciencia y la tecnología. La asociación entre mundo privado y el conocimiento científico-tecnológico fueron parte del discurso “modernizador” y la promesa de eficiencia técnica neoliberal.
El científico en la torre de marfil es ahora criticado desde otros sectores. El criterio empresarial dominante pide que la ciencia sea “útil”, entendiendo por ello que sus promesas y resultados se puedan comprar y vender en el mercado. Ya no alcanza la descripción verdadera del mundo, es preciso intervenirlo a través de decisiones públicas o tecnológicamente. No es pues, el científico en la torre de marfil la representación preferida actualmente. De todas formas, el capitalismo actual nos llena de imágenes sobre las cuales reflexionar y en las que ciencia y tecnología están profundamente involucradas.
La restauración conservadora no sólo ubicó al mercado como el lugar “natural” sobre el cual definir políticas, sino que también amplió su alcance. Por un lado, en términos geográficos: la famosa globalización permitida por el desarrollo tecnológico de las telecomunicaciones. Por otro lado, a partir de la imposición de reglas mercantiles en ámbitos en los que antes no había una búsqueda constante de lucro. La transformación del Estado en mero garante de los intereses empresariales -a través de desregulaciones, privatizaciones de empresas públicas, también aumentando su faceta represiva- y la consecuente pérdida de calidad de vida de las mayorías es un claro ejemplo de ello. Pero también la intromisión de criterios del mercado en nuestro día a día como nunca antes, en el tiempo libre y en nuestra forma de relacionarnos socialmente, ahora cuantificados, orientados y cotizados con corazones y likes.
Las ciencias y las tecnologías -y en particular la informática y las ciencias naturales- cumplen un papel destacado en hacer que el mundo sea cuantificable, aspecto necesario poder ser considerado en el mercado. El tiempo y las distancias siempre se pudieron medir, pero ahora se hace de manera que se vuelven redituables a gran escala y con precisión. Cada segundo y cada metro cotizan. Los trabajadores de aplicaciones como Rappi lo saben en cada pedaleada. Pero también cuando no trabajan, ya que su disponibilidad horaria también es cuantificada y tenida en cuenta en la asignación de viajes. La retirada del Estado en la regulación laboral y la masa de desocupados completan la imagen, pero no sólo como escenario de fondo, sino en tanto requerimiento técnico para que la aplicación funcione masivamente.
El tiempo vale, el trabajado y el libre que no estamos trabajando pero sí disponibles. Así contestamos mails o whatsapps laborables a cualquier hora, en una mezcla entre desorganización y necesidad de que así sea. Pero además, el imperativo de responder se traslada al individuo. Si no rendimos, no llegamos, no nos alcanza, es nuestra culpa. Claro que la consigna “sé tu propio jefe” cumple un papel, pero las ciencias también. Pastilla y a seguir. Para el dolor por trabajo físico, para el dolor de cabeza, para el estrés, para que los chicos se queden quietos sin molestar demasiado. La exigencia del mercado queda invisibilizada y la carga queda sobre nuestros propios cuerpos.
Nuestro tiempo y nuestros cuerpos son recursos que con ciencia y tecnología se hacen disponibles para el mercado. La lógica también aplica sobre otros seres vivos y sobre la naturaleza en general. Más y mejores técnicas para hacer disponibles recursos naturales y extraerlos. Megaminería, organismos genéticamente modificados, agroquímicos, entre otros. A su paso, ríos contaminados, montañas destruidas, nuevas enfermedades. Antes de su paso, ecosistemas prendidos fuego. Imágenes irracionales, pero no para la racionalidad del mercado que no los considera, dado que los paisajes y las vidas de quienes viven en ellos no son cuantificables.
El capitalismo pide cada vez más del ambiente y de nosotres. Las consecuencias son evidentes, todavía no queda claro si los límites a ello se van pateando hacia adelante o si ya fueron superados. Entre quienes señalan esos límites también está la comunidad científica, principalmente en lo que refiere al desastre socio-ambiental a nivel mundial.
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La pregunta por el qué hacer frente a este escenario tiene una respuesta cada vez incierta. La afirmación atribuida a Fredric Jameson (“hoy es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo”) tiene, lamentablemente, una actualidad notable. Por nuestra parte, creemos que en cierta medida ello es así porque se asocia al capitalismo con el mundo científico-tecnológico que nos rodea. Así, criticar al capitalismo es criticar a la ciencia y la tecnología (“¿qué hace un zurdo con un Iphone”?) y cuestionar a la ciencia y la tecnología es poner en duda al propio orden natural.
Volvemos a Varsavsky. Otra ciencia es posible, nos dice. Una que no sea medio para la obtención de lucro. Sin embargo, ponernos simplemente a enumerar características de esa otra ciencia futura nos parece una tarea fútil. Otra forma más de cientificismo, como le apuntaría Rolando García a Varsavsky. Creemos que para pensar el futuro hay que buscar entre los elementos del presente. Desde luego que ya hay ciencia y tecnología que podría ser empleada con otros fines. Para situaciones actuales, existen abordajes científico-técnicos disponibles que no son utilizados porque no dan ganancias -o no a sectores dominantes- y/o por falta de decisión política. Un ejemplo reciente es la negativa de los países más ricos a liberar las patentes de las vacunas contra el covid-19. Se podrían estar produciendo a una escala muchísimo mayor en un contexto de indudable urgencia, pero la propia búsqueda de rentabilidad frena esa posibilidad.
Por otra parte, las tecnologías están hechas en un determinado contexto, por lo que extrapolarlas y pretender darle otro sentido como si fuera una mera herramienta suele traer sus dificultades. Nuestros países han adoptado tecnologías bajo el eslogan de “modernización” incluso en gobiernos que pretenden distanciarse de las políticas neoliberales. El resultado ha sido la reproducción de esquemas de precarización laboral y de destrucción ambiental bajo la promesa de un “mejor control” por parte del Estado. El problema persiste si tales tecnologías son producidas localmente -en lugar de una empresa multinacional, un privado local o incluso el propio Estado. Se olvida que la destrucción de las capacidades estatales orientadas con un sentido público y la subordinación de sectores del Estado al mercado internacional ha sido una política constante en las últimas décadas.
Las ciencias y tecnologías “modernas” o “de punta” son presentadas como culminación de un único camino de desarrollo científico-tecnológico. Sin embargo, las perspectivas científicas son plurales y las formas de definir y resolver los problemas que las tecnologías abordan también lo son. El camino para otras ciencias y tecnologías -orientadas por la búsqueda de modos de vida más justos- ya ha comenzado en muchos lugares. En algunos casos, se ha generado una visibilidad importante -como las denuncias sobre el cambio climático- y en otros, falta apoyo político, económico y social para crecer. Muchas veces el impulso y el pedido técnico viene dado por organizaciones sociales no-académicas, pero su sentido de ser exige nuevas formas de conocimiento y de tecnologías.
Para el cientificismo la pregunta del “para qué” hacer ciencia no tiene sentido. Para la ciencia mercantil, la respuesta es siempre el mercado. Empecemos por reestablecer el “para qué”, para qué hacemos ciencia, y junto con ello, con quién, para quién, desde dónde. Porque es necesario y urgente.
* El autor es miembro de la Agrupación Rolando García