Capital cultural

Piedra, camino, inmanencia

"Podríamos pensar que toda canción tiene su paisaje, el habitus que la vio nacer —que intuimos, oficia de condicionante— y el grupo social que se conmueve al oírla. Este habitus, mediado por el entorno, no es estático, más bien se encuentra en pleno movimiento y varía a medida que varía el mundo."

Cantor del camino

Hablar de Atahualpa Yupanqui es tocar una fibra sensible de la cultura nacional. Una que, a simple vista, interrogada desde la óptica de nuestra generación —centennial— y de nuestros territorios —las grandes urbes—, parece subexplorada.

Hay una distancia grande entre el paisaje de Atahualpa, al que le dedica versos y estrofas permanentemente —su sombra, el tala, el cerro colorado, la luna, el valle, el alazán, el indio, la oscuridad, la luz, el río, el camino— y el nuestro. La canción de Atahualpa es un culto a la inmanencia; la nuestra, en cambio, es la de la ciudad moderna-capitalista, ungida sobre la trascendencia de la propiedad privada: el dios mortal de Locke que atiende en las ciudades, porque la configuración urbana estimula mejor su reproducción permanente. 

Nuestros cantores populares urbanos, entonces, portan otras sensaciones: la angustia, el apuro, la noche, las pasiones que atormentan, el ritmo acelerado de vida, incluso las drogas. El desamor, el amor o la soledad, por otro lado, suelen ser categorías comunes, un fetiche que inspira canciones aquí y allá. Pero volviendo a la idea madre podríamos pensar que toda canción tiene su paisaje, el habitus que la vio nacer —que intuimos, oficia de condicionante— y el grupo social que se conmueve al oírla. Este habitus, mediado por el entorno, no es estático, más bien se encuentra en pleno movimiento y varía a medida que varía el mundo. 

En lo urbano, comprimido e intenso —ese “patio poblado de objetos” que describe Rodolfo Kusch, o ese “mosaico de pequeños mundos” que ilustra Robert Ezra Park— todo está encimado; el paisaje es denso y a la vez vacío. Voy a tomarme la licencia de traer el poema “apunte callejero” de Oliverio Girondo (1922), parte del mítico 20 poemas para ser leídos en el tranvía, que siempre me resultó ilustrativo para describir la densidad del ocaso moderno y su impacto en los autores e individuos de la época en que este se desarrolló intensamente: “Pienso en dónde guardaré los kioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar… Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda”.

La ciudad es, ante todo, un estado de ánimo que moldea un cúmulo de condiciones psicológicas muchas veces opuestas al pueblito o la vida del campo. “Hay una pérdida de la sensibilidad propia del campo y la pequeña ciudad que se cambia por un nerviosismo anímico de la gran urbe”, sostuvo inteligentemente Georg Simmel en Las grandes urbes y la vida del espíritu. ¿A qué voy con todo esto? La subjetividad es una ecuación mediada por el entorno, permeable al hábitat en el que estamos inmersos y a nuestra identificación —o rechazo— con el mismo. Esta incide, naturalmente, en la obra del autor. En este sentido, Atahualpa, que vivió esta época con contemporaneidad, eligió amarrarse al muelle de la vida del campo y la pequeña ciudad para narrar la inmanencia de las cosas simples y de la naturaleza.

Atahualpa Yupanqui, es pertinente aclarar, es un nombre artístico auto-concebido que significa el que vino de lejos para narrar. La lejanía es un atributo que siempre está presente en él, se asume un hombre solitario: mi guitarra y yo. Su vida lleva marcada a fuego la insignia del exilio, el camino al que fue forzado algunos años, pero también el que eligió voluntariamente en otras oportunidades. Podríamos decir que era un golondrina auténtico. Nació en Pergamino, estudió guitarra en Junín —Provincia de Buenos Aires—, luego se casó y tuvo un hijo en un pueblo rural de Entre Ríos; años más tarde se mudó al pueblo de Tala, en Santa Fe; y al poco tiempo se fue a Tucuman, en 1949, cuando se afilió al Partido Comunista.

En la época del peronismo fue perseguido y censurado, razón por la cual viajó a Francia, donde permaneció tres años, hasta que en 1952 volvió a Buenos Aires y rompió relación con el Partido Comunista. Durante su estadía en Francia, la esposa de Yupanqui se ocupó de la crianza de sus hijos y de la construcción de la mítica casa en el Cerro Colorado, Córdoba. En 1967 viajó a España por una gira y se quedó dos años, asentándose en París hacia 1969, época en la que la Argentina sufría la represión social y la censura cultural disciplinante del Onganiato. Su vida y su carrera siempre estuvieron atravesadas por esta sensación de destierro. Su obra estuvo prohibida hasta 1983.

Cantor íntimo

Atahualpa es un autor que paseó por múltiples géneros criollos pero que siempre orientó su canto a lo que viene de abajo, atravesando los niveles y los pisos que se elevan sobre la tierra. Su canción narra su vida, que conjuga su conciencia, que, asimismo, se articula con la palabra recorriendo el cuerpo de la tierra. Es peculiar, porque se trata del canto de uno solo, narrado para los demás. Difícilmente encontremos canciones de Atahualpa Yupanqui en la que haya más que su guitarra y su voz, a excepción de las que compuso con su esposa Nenette —bajo el seudónimo de Pablo del Cerro—: en general su música no involucra a terceros. La relación entre el artista y su obra es de una intimidad hermética.

Hay una forma de composición poética, la vidala, que expresa en forma ilustrativa esta dimensión íntima de la que hablamos. La vidala, dice Atahualpa, es un secreto. Una canción que se entona olfateando su baja intensidad, su tenue significancia, y que suele acarrear una emoción nostálgica o triste. La vidala tiene una carga especial, una afinidad con el silencio que la distingue de las demás canciones populares. No se presenta con frecuencia, en rigor, son pocas las vidalas que encontramos en la obra de los autores, lo propio sucede con la obra de Yupanqui: Vidala para mi sombra, vidala del silencio, vidala de los abuelos, vidala del cardón, vidala del Yanarcaj. 

Como vemos, existe un apego inmenso por el paisaje, por la inmediatez de lo simple, que es igual a lo bello. Un formato canción planteada desde la premisa de una ausencia inminente, dialéctica, porque se presume la muerte como parte de la vida. La vidala es un canto que entrevera las penas y que se orienta a aquello que el autor añora: la familia, el cardón que decora el monte, el silencio, el ave que recorre las copas secas de los árboles, la sombra huérfana de quien llena su silueta. Todo eso cabe en la vidala. La vida que no es vida, el mundo que todavía posee las cosas que pronto perderá. Aquello que nos afirma en la tierra y, asimismo, es consciente de la finitud. Las vidalas de Yupanqui son pistas tangencialmente claras de la esencia del artista.

Cantor que cante a los pobres

Álvaro García Linera supo decir, con una precisión envidiable, que el sentido común es “el orden del mundo impreso en la piel de las personas”. Como primera aproximación —recorriendo la obra de Atahualpa y buscando hallar el sentido que introduce esta contribución del pensador boliviano— podemos sospechar que no existe un mundo unívoco sino muchos mundos superpuestos, tantos mundos como épocas. Además, señaló Mariátegui con la delicadeza que lo caracteriza, cada época quiere tener una propia intuición del mundo. En rigor, así concebía las cosas Yupanqui, interpretaba el mundo desde la lupa de su madero y el devenir de la época. Su praxis era la guitarra y allí estaban los múltiples caminos posibles, junto a las huellas del paso anterior: “Desparejo es el camino / Hoy ando senderos ásperos / Piso la espina que hiere / pero mi huella está abajo / Tal vez un día la limpien / los que sueñan caminando / Yo les daré desde lejos / mi corazón de regalo.” (Atahualpa Yupanqui, De tanto dir y venir)

Algunas épocas lo atormentaron y otras le despertaron mayor voluntad de praxis. Volviendo sobre la frase de García Linera, podríamos argüir que esos mundos no se reflejan tanto en la piel de Atahualpa como sí lo hacen en su guitarra. La llanura del sur de la Provincia de Buenos Aires —él mismo lo admitió— estaba en su guitarra junto al olor del trigo maduro. El malambo, danza de La Pampa cuyo ritmo es como el galopar del caballo, iba consigo en el rasguido tosco que la acompañaba. Sus coplas son, en cierto modo, la huella de ese trote incesante. Su guitarra, entonces, es la forma que encontró de hacer carne el mundo, de abrazar la naturaleza e interpretar la época que acontece. Es la inmanencia ilustrada con acordes y convertida en canción popular: “El sol ya va coronando / Las altas cumbres de mis montañas / ¡Montañas mías! / Yo marcho por el camino / Pensando en ella y arreando llamas / ¡Así es mi vida!” (Atahualpa Yupanqui, Canción del arriero de llamas)

Sin embargo, los distintos mundos de Yupanqui, sus intuiciones epocales, arrojan obras variopintas. Ninguna de ellas lo define más que la anterior o la siguiente. Las Coplas del payador perseguido es, probablemente, una de las etapas más recordadas en su vasta obra. En verdad, se trata de una suerte de evangelio autobiográfico. Son 36 minutos de su rabia al silencio. Sus cuadernos de la cárcel. La declaración de intereses de un hombre que se pregunta qué hacer con su vida despareja y con este mundo fiero. Un hombre que estaba solo y, en vez de esperar, se propuso cantar las miserias del peón criollo, dando su intuición acerca del significado de lo nacional: algo tan simple como lo que la tierra le dio

“Aunque canto en todo rumbo / tengo un rumbo preferido / Siempre canté estremecido / las penas del paisanaje / la explotación y el ultraje / de mis hermanos queridos.” (Atahualpa Yupanqui, Coplas del payador perseguido)

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