Una radiografía de Encarnación Ezcurra
Antihéroes #6
Corría el mes de octubre de 1838 y Buenos Aires era testigo de uno de los peregrinajes fúnebres más multitudinarios del siglo XIX. A los 43 años moría María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel.
Una mujer que durante su infancia, en los primeros años de 1800, había aprendido lectura y escritura para colaborar con los negocios familiares. Se dice que también nociones básicas de matemática, que más adelante le valieron para convertirse en la administradora de los bienes de Facundo Quiroga. A fuerza de tenacidad y lucidez consiguió crear su espacio de trabajo desde la contabilidad y las finanzas, asesorando a los hombres distinguidos de la ciudad portuaria.
Dos años de luto para toda la población fueron decretados tras su muerte, junto con la obligatoriedad de llevar los símbolos distintivos del duelo y la divisa punzó. Ceremonias en todas las capillas bonaerenses. Desfiles militares por las calles, más de 25 mil personas en una procesión eterna y doliente. Sesenta cañonazos diarios, detonados cada media hora desde el fuerte durante más de una semana. El subsuelo de la Patria lloraba a su heroína, Misia Encarnación.
Pasó sus últimos años cabizbaja, acompañando la segunda gobernación de Juan Manuel de Rosas con algún que otro consejo de ocasión. Nadie podía determinar cuál era el mal que aquejaba a aquella mujer que había sabido ser cabeza de hogar y de las cuadrillas federales, y que para ese entonces se encontraba recluida sin comer ni salir de su dormitorio.
Sin embargo, para el momento de su muerte nadie había podido olvidar el papel fundamental que su audacia había jugado en el retorno del Restaurador al poder, o mejor dicho, en la aparición en la política de un sector social que hasta entonces sólo se había movido entre las sombras: negros, mulatos, pardos, gauchos, reos, peones, hombres y mujeres cuya única alcurnia y posesión era la dignidad del trabajo.
¡Viva el padre de los pobres, que viva el Restaurador!
“Las masas están cada día más vien dispuestas, y lo estarían mejor si tu círculo no fuera tan cagado pues hai quien tiene mas miedo qe. berguensa, pero yo les hago frente a todos y lo mismo me peleo con los sismáticos qe. con los apostólicos deviles, pues los qe. me gustan son los de acha y chusa” (Encarnación Ezcurra a Juan Manuel de Rosas el 14 de septiembre de 1833). Con estas palabras Misia Encarnación preparaba el terreno para aquello que habría de emanar a borbotones algunas semanas más tarde. En ese entonces, ella oficiaba jefa espiritual de un movimiento que encontraría su clímax el 11 de octubre de 1833 en la Revolución de los Restauradores.
Tras finalizar su primer gobierno, a fines de 1832, le fue ofrecido a Juan Manuel de Rosas continuar a cargo de la provincia, pero sin los poderes extraordinarios que le habían sido otorgados para apaciguar los ánimos de una Buenos Aires cubierta de sangre. El Restaurador rechazó el ofrecimiento y, en cambio, inició una expedición a tierras pampeanas para la colonización del llamado desierto -misión que le fue encomendada por su fama de conocer al dedillo los dialectos indígenas-. Durante su ausencia, entre 1833 y 1835, Encarnación desplegó con creces su talento como brújula del federalismo porteño organizando la base social que posibilitaría el retorno de Juan Manuel al gobierno algunos años después, ya no solo con poderes extraordinarios, sino también con los honores de quién se vuelve imprescindible. La actividad política de Encarnación se puede reconstruir a través de las cartas que enviaba al Restaurador con regularidad, sin recibir demasiadas respuestas. Y a pesar del silencio, ella actuó. Con su hermana Josefa como escudera y mano derecha, construyó su controversial liderazgo con la notoria bendición de las clases populares porteñas, y saciada de furibundos enemigos que lejos de apaciguarla parecían alimentar su voracidad política.
El clima político de Buenos Aires estaba caldeado, como bien supo y sabe estar. Desde el fusilamiento de Manuel Dorrego, el profundo odio entre unitarios y federales no conseguía aplacarse, y sostener la estabilidad institucional poniendo fin a los derramamientos de sangre parecía una lejana utopía. El llamado Restaurador de las Leyes y el Orden había cumplido el rol que su sobrenombre le imponía durante su primera gobernación, y en el imaginario social seguía cumpliendo esa función, pero la débil gestión de Juan Ramón Balcarce y los sucesivos enfrentamientos en las jornadas electorales construían un panorama caliente. Los pasquines recorrían las calles injuriando y destrozando la imagen pública tanto de federales cismáticos (anti rosistas) y apostólicos (defensores de Rosas), como de los unitarios. La libertad de expresión se había convertido en un carnaval de violencia panfletaria, siendo Encarnación una de las víctimas favoritas. Ella, sin lamentarse demasiado, lanzaba sus propios cañonazos a través de los periódicos apostólicos, entre ellos aquel llamado “el Restaurador de las Leyes”. Mientras tanto, elaboraba minuciosas descripciones del estado de agitación social para su marido, que enviaba a través de sus cartas. El 2 de octubre de 1833 escribió: “Esta pobre ciudad no es ya sino un laberinto, todas las reputaciones son el juguete de estos facinerosos, por los adjuntos papeles beras como anda la reputasion de tu Muger y mejores amigos; mas ami nada me intimida yo me sabre aser superior a la perfidia de estos malvados y ellos pagaran vien caro sus crímenes”.
Balcarce, cansado ya de la sanguinaria batalla de pasquines tomó la decisión de enjuiciar a todos los periódicos que habían participado de las iracundas difamaciones. El día 11 de octubre era la fecha fijada para colocar en el banquillo de los acusados al periódico “El Restaurador de las Leyes”, dando inicio a esta sucesión de juicios públicos. El anuncio del acontecimiento provocó gran confusión entre los habitantes porteños, y escandalosa indignación en los federales apostólicos, quienes se convencieron de que el enjuiciado sería el mismísimo Juan Manuel de Rosas: Encarnación supo hacer de esa confusión su mejor armamento para organizar la resistencia. Las calles de Buenos Aires se llenaron de simpatizantes del caudillo: “Unos 2000 militantes punzó se concentraron frente a los tribunales, coparon las galerías del Cabildo y, apoyados por algunos agentes de policía más ciertos soldados rebeldes, lograron que el juicio no se llevara a cabo”, cuenta el historiador Cristian Vitale en su biografía Encarnación Ezcurra, La caudilla. Durante casi un mes se mantuvo sitiada la ciudad por las cuadrillas rosistas sin derramamiento de sangre. “Salieron a la calle comerciantes, contrabandistas y pulperos que cerraron sus puertas, prestos a la defensa de quien les había acercado en su tiempo importantes prebendas. Salieron quienes por millares trabajaban el cuero en más de cien talleres. Curtidas manos de criollos y negros también cerraron las puertas y se sumaron al clamor general. (…) Salieron las mujeres… para glorificar también ellas a la revolución.” A viva voz, se cantó ¡viva el padre de los pobres, que viva el restaurador!
“Estos hombres malvados, en medio de su despecho, temen. La pronunciación del pueblo es unísona. Toda la población detesta a su opresor y no piensa sino irse a incorporar a los restauradores”, le escribió Encarnación a uno de los jefes de los escuadrones apostólicos Justo Villegas el 17 de octubre. El 4 de noviembre, Juan Ramón Balcarce presentó su renuncia a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires.
Aquí no me pisan sino los decididos
“a Alvares condarco lo mandaban de comandante ala guardia del Monte, pero se ha escusado disiendo qe. esta enfermo – ase tiempo qe. lo espante de casa por qe. crei era espia, a qui no me pisan sino los decididos”
Encarnación Ezcurra a Juan Manuel de Rosas, Septiembre de 1833
Los principales enemigos de Misia Encarna no fueron los unitarios. Su mayor desvelo tenía como protagonistas a los federales cismáticos. Se trataba de los punzó que se habían opuesto a renovarle a Rosas los poderes extraordinarios, y que a su vez contaban con buenas relaciones en el gobierno de Balcarce. A ellos, Encarnación les dedicaba litros de tinta describiendolos como débiles y traicioneros, y hacia ellos apuntó con ensañamiento en sus años de actividad política.
Tras la revolución de los ponchos rojos, en noviembre de 1833, Rosas finalmente respondió: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus voluntades. No cortes, pues, sus correspondencias. Escríbeles con frecuencia, mándales cualquier regalo sin que te duela gastar en eso. Digo lo mismo respecto de las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a las que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias. A los amigos fieles que te hayan servido déjalos que jueguen al billar en casa y obséquialos con lo que puedas”.
Asidua participante de los festejos populares en las calles porteñas, Encarnación se sentaba junto a Manuelita a recibir las largas colas de personas que acudían a contarles aquello que escuchaban en casa de sus patrones criollos. Así, la heroína iba construyendo una red de información que le permitía conocer al dedillo las intenciones de cada quien, y distinguir con claridad amigos de enemigos. “¿Y qué hay de doña Encarnación Ezcurra en todo esto? Ella tiene un aceitado sistema de espionaje e inteligencia en la ciudad portuaria, y está al tanto de todo lo que va sucediendo. Manda informes periódicos a su esposo, quien está próximo a volver de la Campaña al Desierto.”
Mientras Josefa recorría las barriadas llevando ayuda y acercando a los pobres a la causa de la Confederación, Encarnación se reunía en el escritorio de su casa con los hombres públicos de la época. Con ellos fue organizando estrategias callejeras para espantar a sus oponentes, adelantándose a los acontecimientos para crear un espacio de margen para mover sus fichas. Así se sucedieron las pedreadas a las casas de los distinguidos federales cismáticos y algún que otro unitario, consiguiendo finalmente que la mayoría de ellos emigraran a Montevideo. Más adelante, algunos de esos exiliados se la cobrarían a Rosas aliándose con el enemigo extranjero en el bloqueo Anglo-francés: “tuvieron muy buen efecto los valasos y alvoroto qe. hise aser el 29 del pasado, como te dije en la mia del 28, pues ha heso se ha debido se vayan a su tierra el facineroso canónigo Vidal, el qe. va con lisensia por siete meses con su sueldo entero” (Encarnación Ezcurra a Juan Manuel de Rosas, 9 de mayo de 1834).
Durante esos años, Misia Encarnación fundó la Sociedad Popular Restauradora como bastión de resistencia rosista. Se consolidó como una alianza transversal, conformada tanto por apellidos de alcurnia como por bolicheros, matanceros y quinteros, y públicamente se proponía como una organización destinada al cuidado del orden público durante la gobernación del Gral. Viamonte. La SPR le costó su desaparición de los libros de historia: la organización devino, años más tarde, en la Mazorca como brazo armado del gobierno de Rosas y se convirtió en su más pesada cruz sin ella tener noticia de ello. Si bien ella lideró las pedreadas, e ideó la estrategia de asustar a los opositores despejando el terreno para el retorno del restaurador, las cruentas acciones de la Mazorca de que se tienen noticias son posteriores a su alejamiento de la vida pública.
Misia Encarnación
“Estan nuestros amigos los Anchorena, Arana, y masa, en una completa anciedad, ven perderse el país a pasos aguigantados, ya quieren poner remedio; la oportunidad la creo muy buena, pero no deseo los paliativos pues no cortan los males de rais”
Encarnación Ezcurra a Juan Manuel de Rosas el 14 de mayo de 1834.
María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel fue hermana del medio entre los 8 hijos de Juan Ignacio Ezcurra, comerciante español, y doña Teodora Arguibel, hija de inmigrantes franceses. Nació el 25 de marzo de 1795 en una Buenos Aires todavía sumergida en el dominio español. Una de sus hermanas fue Josefa Ezcurra, su compañera y escudera en la actividad política. Josefa conserva en la historia argentina un lugar especial por haber sido la madre biológica de Pedro Pablo Rosas y Belgrano, producto de su relación amorosa con el creador de la bandera. Pedro fue criado como propio por Encarnación y Juan Manuel para evitar a Josefa y al niño los malos tragos de una sociedad que aún condenaba fuertemente los hijos fuera del matrimonio.
Tanto los Ezcurra como los Rosas se oponían fervorosamente al matrimonio de los jóvenes Juan Manuel y Encarnación. Los problemas terminaron un día en el que Agustina López de Osornio, madre del caudillo, encontró sobre la cama de Rosas una nota escrita por Encarnación anunciando a su amado un embarazo. Rápidamente, Agustina corrió a casa de su futura consuegra e hicieron los arreglos para que la boda sucediera. Curiosamente, el primer hijo de Encarnación nació casi un año después de esa nota, lo que despertó los rumores de que la nota había sido una treta de los amantes para concretar la unión.
El esplendor de esta mujer no ocurrió durante su noviazgo con Juan Manuel de Rosas, ni durante su adolescencia con su familia de alcurnia, ni durante la infancia de sus hijos. Su brillo encegueció a todo Buenos Aires durante sus años de actividad política en ausencia de su marido. Sin indicaciones, sin caricias, sin atajos.
Partiendo de su propio diagnóstico, y de su privilegiada intuición, condujo los destinos de los federales con tino y audacia desempeñando un papel fundamental en la Revolución de octubre de 1833 y en las instancias electorales de aquellos años. Fue capaz de preparar el terreno para que en 1835 le fueran otorgados a Rosas los poderes extraordinarios que años atrás le habían sido negados. Más allá de las controversias suscitadas por sus poco ortodoxos métodos de lucha política, se convirtió en un ícono para las clases populares porteñas, y una líder ineludible tanto para amigos como para enemigos. Se ha llegado a decir que toda la política rioplatense entre los años 1833 y 1835 orbitó alrededor de esta mujer. Cuando su propósito hubo acabado, cuando las riendas volvieron a manos del Restaurador, la Heroína de la Federación se fue apagando lentamente hasta consumirse del todo. Había dejado todo en el campo de batalla.
Referencias Bibliográficas
Lobato, M. (1983) La Revolución de los Restauradores, 1833. En Historia Testimonial Argentina: documentos vivos de nuestro pasado. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
Pichel, V. (1999) Encarnación Ezcurra, la mujer que inventó a Rosas. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
Vitale, C. 2020. Encarnación Ezcurra. Buenos Aires: Marea Editorial