Ciclos
“El que no arriesga
no pierde”
Javier Mareco
En 2016, el leitmotif del continente era “fin de ciclo”. La ola progresista de comienzos de siglo se estaba agotando: el año anterior había caído el kirchnerismo en Argentina, y luego pasaba otro tanto con el correísmo ecuatoriano y el petismo brasileño. En los tres casos, los métodos eran distintos: elecciones en el primero, una traición interna en el segundo, un impeachment de carácter democrático dudoso en el tercero. Mientras tanto, los proyectos de Chávez-Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua y, en menor medida, Morales en Bolivia atravesaban procesos de radicalización que los alejaban de sus antiguos aliados.
Podríamos decir que lo que caía entonces eran, precisamente, los proyectos que habían logrado conjugar mayor transformación social con moderación en las formas y apoyo masivo. Sobrevivían, además de los procesos más radicales ya nombrados, los más moderados Vázquez en Uruguay y Bachelet en Chile. Más atrás en el tiempo, habían fracasado los proyectos de Lugo en Paraguay, otro impeachment mediante y Zelaya en Honduras, vía golpe; podría contar en nuestro listado Humala, en Perú, derrotado en las urnas.
Temer, Macri, Moreno (Ecuador) y Kuczynski (Perú) se proponían sumarse al colombiano Santos y el paraguayo Cartes como los representantes de una Sudamérica que retornaba al consenso de Washington; poco después se sumaría a ese emprendimiento Piñera (Chile). La tentativa fracasó: Moreno se demostró incapaz de reconducir la herencia correísta hacia el neoliberalismo y se convirtió en el incapaz administrador de una catástrofe socioeconómica; Temer debió dejar su lugar al neofascista Bolsonaro; en Perú se sucedieron cuatro presidentes en cinco años.
El fin del ciclo progresista ocurrió. Lo que faltó fue su reemplazo por un nuevo ciclo. Cuando cayó el eje UNASUR, ninguna formación institucional y, sobre todo, ningún orden sociopolítico fue capaz de reemplazarlo.
En otras palabras: no se dio la sincronización entre gobiernos de la derecha en la región que sí se dio en el progresismo. La hipótesis de esta nota es que la imposibilidad de construir una integración regional desde el neoliberalismo (como sí había ocurrido en los años 90) fue una causa, y no una consecuencia, de esta asincronía. Es decir, que la ausencia de un proyecto de carácter regional dificultó la construcción de un nuevo orden neoliberal que permitiera a los distintos gobiernos de derecha sostenerse y generar el momentum necesario para un nuevo giro, esta vez en el sentido opuesto.
Giros
“Existe un cielo
y un estado de coma.”
Fito Paéz
Si tomamos solo Sudamérica, los presidentes actuales son Abdo Benítez (Paraguay), Ali (Guyana), Arce (Bolivia), Bolsonaro (Brasil), Castillo (Perú), Duque (Colombia), Fernández (Argentina), Lacalle Pou (Uruguay), Lasso (Ecuador), Maduro (Venezuela), Piñera (Chile), Santokhi (Surinam). Solo tres de ellos pueden identificarse con el proceso de gobiernos nacional populares de comienzos de siglo: Arce, Fernández, Maduro; podríamos agregar a Castillo al listado de la centroizquierda. Un 25%.
Pero sabemos que la realidad implica una mayor complejidad. En primer lugar, la homogeneidad de los dos sectores definidos está en duda; es difícil concebir en el mismo espacio a Fernández y Maduro, diga lo que diga la oposición macrista. Tan difícil como poner en un mismo lugar a Lasso y Bolsonaro. Sin embargo, tampoco podemos distinguir entre extremos y centros: ¿dónde entran Arce y Piñera, Castillo y Duque? Por otra parte, es difícil incluir a Ali y Santokhi (el autor tuvo que googlear sus partidos): sabemos que estos países, junto con la Guayana Francesa, son raramente considerados parte efectiva de Sudamérica, pese a que geográficamente pertenecen a ella.
Pero, sobre todo, no se trata de números y porcentajes. No solo porque hay un desequilibrio en términos demográficos, económicos y de poder político entre los estados sudamericanos, sino también (y principalmente) porque de lo que se trata es de la direccionalidad estratégica de un proyecto de región.
Ante el terremoto de Haití, hubo respuestas específicas de ciertos países, la Argentina entre ellos. Pero no una propuesta certera y conjunta desde los países de la región, a través de alguna de las alianzas que los contienen. Alianzas cuya misma existencia está en duda: Mercosur, Unasur, Prosur, Runasur, CELAC, OEA, ALCA, ALBA, las siglas se suceden. Esto es sintomático de los límites de la integración continental en las últimas décadas.
La derecha sudamericana ha encontrado muchas más dificultades en la conformación de un proyecto de carácter internacional, e incluso en el gobierno efectivo de los países que controla, que en sus ataques a gobiernos del signo opuesto. En ese sentido, América Latina sí sigue el camino de Venezuela, donde la derecha parece haber logrado quebrar la confianza mayoritaria en un gobierno cuya deriva autoritaria resulta innegable, más allá de los logros de administraciones previas, pero se muestra radicalmente incapaz no solo de formar gobierno, sino de encontrar cualquier tipo de apoyo social hacia algún tipo de medida específica. Las nuevas instancias de diálogo han comenzado con señales positivas, pero es difícil creer que vayan a prosperar cuando tantas antes han fracasado.
De hecho, la cuestión Venezuela puede verse como la clave de la imposibilidad de construir un ciclo de derecha: su lectura como síntoma del desastre que acecha al progresismo le confirió un carácter de eje único que condicionaba todo proyecto regional. En consecuencia, espacios como el grupo de Lima se convirtieron en grupos de presión one-issue (de un solo tema) y perdieron su capacidad de ampliarse hacia nuevos aliados para aumentar su incidencia.
Si la caída del proceso progresista no fue en pos de un giro opuesto, ¿qué ocurrió desde 2015? Los últimos seis años han visto una desintegración regional realmente preocupante. La ausencia de un eje neoliberal solo ha llevado a un desorden creciente (del que las desinteligencias entre Argentina, Brasil y Uruguay respecto al Mercosur en los últimos meses son una consecuencia evidente). Tal vez la principal señal sea la inmovilidad de la región ante el evidente peligro del régimen democrático en países como Brasil, donde el presidente está caminando, en forma evidente, el camino hacia el autogolpe.
Tiempos
“Ya no tengo miedo.”
Graffiti de la revuelta chilena de 2019
Hagamos un breve recorrido por el 2021 de Sudamérica.
En Brasil, el retorno de los derechos políticos a Lula lo convirtió en el front runner único de una elección para la que falta más de un año; deja atrás a Bolsonaro por cerca de veinte puntos, se prepara para superar el 50% en primera vuelta y crece en cada encuesta. Se construye como el Lula de 2002: abierto tanto a empresarios y evangélicos como a los trabajadores y sin tierra; es el Lula moderado de la unión nacional contra la catástrofe Jair. Catástrofe que es sostenida, en este momento, por dos actores: las fuerzas armadas (cuyo rechazo en la imagen popular quiebra un récord cada mes) y el centrão, el conjunto de partidos centristas que suele bancar a cualquier presidente que se encuentre en el gobierno. La derecha tradicional no despega y Moro y Ciro pelean un tercer lugar distante. Todo puede cambiar en catorce meses, pero el verdadero centro de atención no están en las candidaturas sino en el sistema institucional: ¿habrá impeachment a Bolsonaro? ¿El presidente se definirá a dar un giro autoritario que implique cárcel para Lula, fraude electoral o directamente golpe de Estado? Si es así, ¿será exitoso?
En Perú, Castillo ganó un ballotage complejísimo y comienza a gobernar con una coalición débil, muy distinta entre sí, con un presidente de su partido que incide fuertemente en el gobierno y sin mayoría propia en un país donde, vía Parlamento, los últimos cuatro años vieron pasar a cinco presidentes.
En Colombia, Duque enfrenta un ascenso creciente de movilizaciones que se miran en el espejo de Chile. La derecha no encuentra aún un sucesor (si bien nunca ha tenido demasiados problemas para hacerlo, incluso a último momento) mientras que Petro, el dirigente progresista derrotado hace tres años, despega velozmente en las encuestas.
En Argentina, el Frente de Todos se prepara para unas elecciones legislativas donde, pese a varios problemas de la coalición gobernante, la victoria en el principal distrito parece relativamente segura, si bien la diferencia con la alianza opositora se verá, casi sin dudas, fuertemente reducida desde 2019.
En Chile, espacios independientes vinculados al progresismo se impusieron junto a la izquierda y la centroizquierda en las elecciones de convencionales constituyentes, dando un fuerte golpe a la derecha. A continuación, en forma simultánea e inesperada, dos candidatos jóvenes (Boric y Sichel) se impusieron contra quiénes eran las principales figuras de sus coaliciones (la izquierda de Apruebo Dignidad y la derecha de Chile Vamos, respectivamente). Ahora, ambos miden unos 25% en las encuestas de las presidenciales de noviembre.
Mientras tanto, Paraguay vive una crisis de legitimidad del poder legislativo, en Bolivia Arce trabaja por construir su liderazgo a partir de la campaña de vacunación, el presidente uruguayo pelea a muerte por los acuerdos bilaterales extra-Mercosur y Venezuela da los primeros pasos de diálogo entre gobierno y oposición (medicación noruega mediante).
Ejes
“No queremos más inviernos
ni tan cortas primaveras.”
La Bersuit
¿Qué ejes pueden estructurarse para 2022? ¿Cómo continuará girando Sudamérica? Queremos ofrecer, a modo de cierre, algunas hipótesis posibles.
El retorno al giro progresista es una posibilidad certera. Eventuales triunfos electorales del PT en Brasil, Apruebo Dignidad (o incluso de la centroizquierda representada por Unidad Constituyente) en Chile y el Pacto Histórico en Colombia, amén de una estabilización económica pospandemia en Argentina y Bolivia, podrían conducir a un nuevo ciclo de carácter nacional popular, con distribución progresiva del ingreso y ampliación de derechos sociales para las mayorías del continente. Sin embargo, los obstáculos que ya estaban presentes en 2011 siguen estando allí: en particular, la dependencia de actores políticos extremadamentes populares por sobre la creación de instituciones internacionales firmes, la falta de un proyecto económico de mediano plazo y las diferencias (que solo se han ensanchado) entre el sector más radical y el más moderado.
El camino opuesto también puede imponerse: un sostén de los gobiernos de derecha que resulte en la estabilización del desorden actual. El fortalecimiento y la reelección de Bolsonaro (por vía democrática o sin ella), un triunfo de Chile Vamos y del heredero de Duque en Colombia, además de una potencial derrota del Frente de Todos, podrían conducir a este escenario. En espejo, los condicionantes son similares al primer escenario: la dependencia de resultados electorales y el dificultoso diálogo entre actores democráticos y autoritarios.
En un artículo de Le Monde Diplomatique, Fede Vázquez postula la posibilidad de que se constituya un “eje andino”: ¿qué ocurre si en los tres países donde el neoliberalismo había calado más profundo, aquellos donde el giro nac&pop no había hecho mella, pasan a tener gobiernos de centroizquierda? Es lo que ocurriría si al triunfo de Pedro Castillo se suman Gabriel Boric y Gustavo Petro. El caso de Chile se reviste de un simbolismo particular porque el pinochetismo es muchas veces considerado el primer paso del neoliberalismo, el laboratorio donde se lo concibió como modelo, pero los otros dos no son menos importantes. Son notorias las diferencias entre los tres presidentes: Castillo representa una izquierda conservadora en lo social (si bien ni su partido ni Nuevo Perú sostienen esta postura) pero con cierto radicalismo que lo acerca ya a Arce, ya a Maduro; Petro es un progresista que rechaza la categoría “izquierda” y prefiere mostrar valores humanistas y ambientalistas; Boric, por su parte, es crítico del proceso venezolano a la vez que contiene en su alianza al PCCH. La transformación geopolítica que representaría a este eje produce más dudas que certezas.
Finalmente, ¿es posible un eje moderado en Sudamérica? Ante un fracaso del diálogo venezolano, una nueva crisis política en Perú y un triunfo de Lula, este presidente podría convertirse, junto con Alberto Fernández, en el administrador de un continente en desorden, con regímenes democráticos debilitados, desintegración creciente, inestabilidad política y pobreza en aumento. Escenario desolador que han ayudado a construir, cabe recordarlo, los moderados de la derecha del Sur: Macri, Temer, Piñera, Moreno. Si un mal gobierno progresista condujera tan solo a un Temer, tal vez sería perdonable; si todo Temer desemboca en Bolsonaro, el riesgo es demasiado grande.