Capital cultural

¿Para qué poesía?

"Hace falta que volvamos a hablar de poesía. Frente a una sociedad atomizada de lectores de poemas desperdigados, propuesta de lectura conjunta, de hacer circular las pequeñas verdades que fueron dejando en la tierra nuestros héroes. Hacerles homenaje con el trabajo silencioso del tiempo."

Por Juan Rey

En un poema de 1978, Paulo Leminski emula un sol cuyo centro es la palabra poesía. Los rayos despuntan distintas definiciones que se constelan creando el caligrama: el joy for ever de Keats, palabras-cosa de Sartre, emoción recogida en tranquilidad de Wordsworth, entre otros. Hasta un código binario fraseado en unos y ceros aparece como un rayo más. Esta multiplicidad de definiciones arroja en su irreductibilidad al menos un problema: ¿qué tipo de conocimiento produce la poesía? Es importante renovar la pregunta de qué es este cuerpo de contenido/forma polimorfo para recordar quizás la libertad con la que se esgrime cualquier tipo de definición respecto de ella, y así, pensar la plasticidad del objeto que se tiene por delante. Y por consiguiente, pensar un estado de las cosas de la poesía. Y qué tipo de problemas arroja ese estado de cosas. Y en definitiva, para qué la necesitamos hoy.

Ahora bien, hay algo puntualmente trágico a la hora de leer poemas. Y menciono tragedia en su acepción más literal. Y es que aquello que creemos ver, siempre se despega de nuestro tiempo en su fatalidad. Como un secreto que llega tarde. O como algún tipo de sabiduría que teníamos dentro nuestro y no reconocemos hasta que quizás ya no es necesaria. Y ahí quizás aparece una primera detención. Lo necesario. La pregunta echada aquí no puede responderse bajo los parámetros de lo necesario, y si existe una respuesta, sería, al menos, ingenua. O de una confianza demasiado perforable. Si nos regimos bajo los parámetros de la máquina de producción esquizo-capitalista del nuevo mundo, la poesía pareciera detenerse en su propia desorientación. Y ahí, en esa vacilación, es que encuentra su lugar de hendidura. Aquí la gran victoria del síntoma general al acercarse a la poesía: el ¡no la entiendo! como distancia maligna y como red indecodificiable. Desbalancear el saber a partir de una constelación de imágenes que no huyen a ninguna parte, y que existen en las periferias de la gran Dominatrix tardía de nuestra época. 

Todo muy bien. Pareciera haber ahí la punta de un gran carguero milenario que aún de entre las violentas olas del pasaje de Drake sigue queriendo destacar. Pero entonces, ¿cómo mapear ese bicho sin brazos ni piernas en un mundo en el que cada vez se vuelve más necesario el escape? ¿Cómo ir hacia un lugar que nos expulsa en su hedonismo democrático y nos determina a cada paso los límites de lo posible? Allí la pregunta sobre qué es poesía, o en qué estado se encuentra, parece inocularse por la inercia de la industria cultural y el avance blandón de un nihilismo de hojalata que cada vez cobra más vigor. Si vivimos en la época de la inconsistencia, y los principios de lo posible se vuelven otra vez inteligibles, ¿cómo participa el campo de la palabra cuyo gran objetivo se resuelve en desestabilizar el carácter unidireccional del sentido? O volviendo al terreno de la precisión y sacudiendo la cabeza, ¿por qué hablar de poesía? ¿Qué tipo de necesidad hay hoy, de poemas? Y creo que frente a murallas invisibles de tal magnitud solo puede apartarse una definición que se cante desde otro lado. Wallace Stevens en un librito muy bello llamado Adagia dice, parafraseo, que la poesía es la intensidad de la vida... y ante ese tipo de definiciones, de verdades que se atesoran hasta el fin y perforan espectralmente el ánima de lo inconmovible, uno no parece estar dispuesto a oponer resistencia alguna. 

La poesía sigue tratando de rodear aquello que llamamos vida: intenta participar en algo que nos es propio y que al mismo tiempo no lo es. En ese péndulo, regirse bajo máximas así es lo único que puede traernos siempre en retorno el deseo de leer poemas, de leer fragmentos que de alguna forma pongan el ojo en las particularidades del mundo y vuelvan a reunirse en su aspiración de totalidad. No son, de nuevo, los poemas aquello que renuevan sin paz nuestra fe. Los versos cohabitan en nuestro mundo con suma indiferencia y a nadie piden su atención. El mausoleo que devuelve el susurro de los tiempos se cristaliza en el baluarte que creamos de la poesía. La fe con la que habitamos el mundo y con la que parecen habitar los poemas que trazan lazos invisibles con la tierra. ¿Cómo hablar con los árboles? Pareciera que vivimos una época en la que todo se lleva a cabo con una velocidad y unos gestos que desarticulan cualquier tipo de sentido posible. Cuando vemos un auto pasar, ¿vimos que adentro una pareja discutiendo arruinaba la vida de un niño? ¿Vimos que ese niño se llevaba un dedo a la boca y que eso que alzaba era en realidad el dibujo de un arma? O en los momentos que creemos estar ante la versión más preciada de nuestra inteligencia, ¿oímos el ruido de las hojas atravesar el otoño? ¿Oímos como decían al sol adiós? Bai Juyi, un poeta de la dinastía Tang, se pregunta en uno de sus poemas más hermosos por qué molestarse en tocar el arpa. Vendrá una brisa y acariciará las cuerdas. El mundo pareciera, en esta esterilidad que nos convoca como época, seguir haciéndose cargo de su propia inteligencia. Y en esa misma prudencia deberá barrernos cuando sea necesario. 

La poesía es, y siempre será, una forma de encontrarnos en este secreto que nos deja entrever la vida. Buscarlo y buscarlo y fracasar, pero insistir, insistir hasta el hartazgo -y luego aún seguir- en la idea. El amor y la buena escritura encuentran seguridad en la renovación continua y violenta de la idea dice Williams en un texto/manifiesto contra Pound y Elliot. ¡Insistir en la idea! Quizás no tengamos otra cosa. Qué, ¿despreciarla? Marianne Moore se encargó de darle un escopetazo a todo aquél que encontrase en los textos la capacidad de redención. ¡A mí también me desagrada! Y aún así seguimos encontrando ahí, de alguna forma hasta entonces insospechada, el lugar para lo genuino. No hay forma de anclar la vida a la poesía, así como tampoco hay forma de deshacerse de ella. Hoy late como si se tratase de un corazón inteligente, o una válvula que trabaja solo en su sincera precisión dejando entrar y salir el río de una vida.

Entonces, insistir en creer. La poesía trae ese movimiento, el de la fe. Necesidad de movilidad en la quietud como trabajaría Elizabeth Bishop en el sol. Detenerse transversalmente a través de todas las épocas y todos los lugares. Reunirlos en uno, volver a poder pensar en cosas que reúnan este mundo despedazado y librado, en palabras de Zurita, a la dictadura del fragmento. Poesía al sol, daño sobre tela negra como dice mi amigo y poeta Vinicius Fonseca: formas que puedan celebrar el día en lo roto de la historia, ver la herida en ningún otro lugar más que en la fractura del tiempo. Y poder volver a decir, siempre, en un canto de gloria: gracias. A todo lo que se mueve y a todo quien haya querido establecer algún tipo de cercanía con el sol. Porque a fin de cuentas, y en este sentido Keats vuelve de su silencio a reactualizar el romanticismo luego del fin, la poesía de la tierra nunca muere.  

No falta poesía, está ahí; no falta, pero hace falta. Hace falta que el lector de poesía, atento en la madrugada al ruido del primer pájaro dormilón que despierta de su letargo, ponga el problema de nuevo en la mesa. Hace falta que volvamos a hablar de poesía, no de poemas, ni de poetas. De poesía. Frente a una sociedad atomizada de lectores de poemas desperdigados, obligados a su solemne soledad, propuesta de lectura conjunta, de hacer circular las pequeñas verdades que fueron dejando en la tierra nuestros héroes. Hacerles homenaje con el trabajo silencioso del tiempo. Y si en Rilke la poesía pretendía dialogar con los ángeles, pensar hoy qué tipo de relaciones se están queriendo establecer. ¿Quién está arrojando disparos a este cielo despedazado? ¿Qué sabor tiene esa pólvora con la cual relamerse los labios una mañana que no pareciera nunca llegar?

Deberemos volver a observar. Ver como hemos destruido casi todo. La poesía quizás sea en este enchastre un conjuro silencioso que llega luego de una intensa observación. ¿Para qué poesía? Quizás solo porque aún es posible. Porque aún podemos celebrar por algo, al menos, por lo que existe antes de nosotros y permanecerá mucho tiempo luego de que no estemos más en este lugar. Y así, en este aliento que nos queda en el acantilado próximo a nuestro tiempo, deberemos ir en busca de imágenes que se devasten en el territorio.

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