Editorial Fantasma

El año uno

En esta #EditorialRándom, compilamos algunos fragmentos sobre el estallido de diciembre de 2001, veinte años después. Son breves textos desde una generación que conoció sus consecuencias y vive su recuerdo y su presencia.

Olla a presión

Por Pilar Sánchez Muiño

Mi hermano vino ayer a visitarme. Me prestó un CD de Babasónicos que se llama Jessico y tiene una cactus en la tapa. No puedo parar de escucharlo. Me apena no poder comentarlo con nadie del colegio. Mis amigas no tienen hermanos más grandes que les presten CD ‘s; o sí, pero no los escuchan. El mío dice que vivió la mejor época de la música y sabe un montón, por eso yo escucho todo lo que él me presta. Piensa que ya es hora de que me guste el rock porque tengo 9 años. El cassette de Red Hot Chilli Peppers no lo pongo tanto porque no entiendo bien las letras. 

Va a venir, no va a venir, va a venir, deléctrico suena en mi habitación cuando mamá me llama para que vaya al balcón. Me da una olla un poco rota y una espumadera, y me dice que golpee fuerte. Tiene el ceño fruncido y una expresión parecida a la que pone cuando se pelea con papá. 

-Esto va a terminar mal, hay mucha gente sin trabajo.

También tiene una olla y la golpea fuerte con un palo de amasar. La imito. Me pregunto qué tiene que ver eso con la gente que no tiene trabajo. Mamá siempre dice que hay que ser solidarias como Evita, que les daba máquinas de coser a las mujeres para que tengan un oficio. Mi espumadera no hace tanto ruido como su palo de amasar. Voy corriendo a la cocina a buscar algo mejor y consigo un cucharón de madera. 

De todos los balcones de la cuadra empiezan a salir hombres y mujeres con sus ollas y sus palos de amasar, espumaderas, cucharones. El ruido es cada vez más fuerte. Seguro a alguien se le va a romper la olla. Sobre la calle Billinghurst ya no se escuchan el 92 ni los bocinazos. Todas las ollas suenan al mismo tiempo. Algunas personas empiezan a cantar. No entiendo lo que dicen, y le pregunto a mamá. Ella tampoco entiende: “seguro están puteando al gobierno”. Yo aprovecho y grito a todo pulmón las malas palabras que sé. Ella, que nunca me deja decirlas, no me reta y sigue enfurecida golpeando la olla. Papá está adentro mirando el noticiero. Él también tiene el ceño fruncido y dice malas palabras en voz baja.

No se aguanta más

Por Mateo Barros

El siempre-eterno 2001. El Argentinazo como punto de condensación de la rabia y el hastío de la Multitud ante un modelo que Alejandro Horowicz calificó inteligentemente como «democracia de la derrota»: se refiere a la imposibilidad de capitalizar el activo democrático conseguido en 1983, yirando constantemente en un procesismo sin fin en el cual -más allá del gobierno o desgobierno de unos y otros- se reproduce sin reparos la agenda de las clases dominantes y el laberinto de la valorización financiera. 

El año Uno, entonces, como derrota. Derrota democrática, que es también derrota de las máximas esgrimidas en aquel consenso alfonsinista: al parecer no se come, no se cura y no se educa con ésta democracia. 

El año Uno, también, como coletazo de otra crisis, la del 89′, y como Punto Final a un hecho económico convertido en símbolo e impreso como tatuaje en la cultura neoliberal de la Argentina de los años 90: la criatura de la Convertibilidad. Había que matarla y nadie se atrevía, hasta que el caldo se convirtió en una hoguera que amenazó con tragarlo todo.

El año 2001 fue la derrota o el punto clímax de un modelo, en el que, como toda crisis capitalista, también hay ganadores: el Grupo Clarín, por ejemplo, fue uno de los triunfadores de esa jornada, se había endeudado en dólares comprando gran parte de radios, repetidoras y licencias de cable del interior del país; olfateaba una devaluación que arrojaría una pesificación asimétrica y le permitiría multiplicar sus ganancias y aumentar la concentración. El 2002 cumplió sus expectativas. ¿Cuáles de las demandas del 2001 tuvieron terminales progresistas en los años posteriores?

El año Uno así como suena: inaugural. La crisis que arrastra como flujo irresistible una marea tan policlasista como plebeya. La apertura de una grieta que habilita otra gramática política: pensar sin Estado, o sin clase dirigente. El año Uno como crisis que inscribió su permanencia en el cuerpo argentino: nadie sabe exactamente en qué punto se agotó, si es que realmente se agotó. Vivimos inmersos en un claroscuro fantasmagórico de pliegos y texturas inciertas en el que hay ciclos de meseta, relieves marcados y momentos en los que esas placas tectónicas que yacen debajo del suelo, en la memoria colectiva, parecen próximas a chocar nuevamente.

El año Uno hay que recordarlo, arriesgo, como una búsqueda -trunca, si se quiere- suspendida en el tiempo. Conviene pensarlo, para ser mejores intérpretes, desde el llano y aún en el plano individual de las vivencias sensibles: ¿En qué situación se encontraban nuestras familias? ¿Qué hacían nuestros amigos? ¿Qué se discutía en nuestro barrio? ¿Qué querían las Madres, las Abuelas y los piqueteros?

Nos hemos acostumbrado a hablar del 2001 de la política, del palacio, de si las buenas o malas decisiones de un ministro, de las tensiones de los partidos o la gobernabilidad que pudo ser. De qué hubiera pasado si A se anteponía a B y si C no se hubiera producido como se produjo, obviando por qué esos factores estaban prontos a disolverse en el aire. Esta lectura de cálculo aritmético, intuyo, es bastante pobre para interpretar esa época de la que somos tan hijos como esclavos.

Mis recuerdos se articulan de la siguiente forma: un niño en un balcón junto a su madre y su hermano sostiene una cacerola, mira desde la altura el ir y venir de patrulleros en la calle, coches a los que les arrojan huevos mientras balbucean un cántico que a todos hace gracia -«ca-ca-cavallo, algo huele mal». Al mismo tiempo, resuena la queja ansiosa de sus padres, ambos sin trabajo: esto no se aguanta más, la puta madre.

Ese era yo. Y ese es el recuerdo más patente de mi niñez: el año Uno.

La definición de helicóptero

Por Sofía Schapira

Del fr. hélicoptère, y este de hélico- ‘helico-‘ y -ptère ‘‒́ptero’.

1. m. Aeronave que, a diferencia del avión, se sostiene merced a un rotor de eje oblicuo movido por un motor, lo que le permite elevarse y descender verticalmente.

Esta es la definición de la Real Academia Española para helicóptero. En muchos países del mundo, al pensar en un helicóptero, se visualiza únicamente una masa de metal que vuela por los aires gracias a su hélice. Algunos pensarán en lujos, otros en ruido, quizás incluso en eficiencia. En nuestro país, el imaginario colectivo piensa en algo absolutamente distinto.

El helicóptero para nosotres es una ruptura institucional; es el pueblo saliendo a la calle porque no aguantaba más; es el hartazgo hecho canto. Es el calor de diciembre en el que la transpiración de los cuerpos se intensificaba con el ritmo de los saqueos. Son las anécdotas pintorescas mezcladas con dolor e incertidumbre.

Ese 2001 nos marcó para siempre como argentinos. Fue un antes y un después en la vida política de nuestro país, el colapso institucional del gobierno no fue sino la expresión última de la acumulación de tensiones entre quienes gobernaban y quienes eran gobernados. Fue el rezago de la pizza con champán con el sabor amargo de ver al pueblo ahogado.

Quienes fuimos hijes de un menemismo tardío tenemos visiones curiosas de esos días de tanto caos: mientras algunes recuerdan haber recibido regalos producto de los saqueos, mi recuerdo más vívido es el haber tenido la certeza infantil de que el famoso helicóptero iba a bajar en el arenero de mi jardín de infantes. No sé por qué hubiesen elegido el patio de la Tortuga Juanola como punto de aterrizaje, pero la convicción de que iba a pasar me llenaba tanto de emoción como de zozobra.

Anécdota aparte, quedan como cicatrices permanentes en la historia colectiva el dolor de los 39 muertos, la desesperación por la pérdida de poder adquisitivo, los cinco presidentes en dos semanas, la violencia de la policía armada en las calles y el calor de fin de año, testigo fatal de las más diversas historias en el sur del continente. 

No sé cómo será ver un helicóptero siendo canadiense o libanés, pero en Argentina significa mucho más que una aeronave con hélice.

¿Qué es?

Por Dante Sabatto

Como para confirmar cualquier estereotipo sobre progresismo y sobrepolitización, mi primer recuerdo es una cacerola de juguete. Avenida Díaz Vélez, por Parque Centenario: en Buenos Aires, ese diciembre ya había llegado a todos los rincones. Hay estallidos sólidos: se consolidan como barricadas en un sitio. Hay estallidos líquidos, que pueden fluir, desparramarse, secarse. Nuestro 2001 fue un gas: cubrió inmediatamente todo el espacio, se extendió hasta los rincones que nunca habían sido tocados por la política, fue más molecular que la policía y más transparente que el silencio.

Yo acompañaba a mi vieja por Díaz Vélez. Si es diciembre de 2001 debía tener cuatro años. Esa cacerola de plástico está grabada en mi recuerdo. Yo nací con Menem, pero mi infancia fue duhaldista-nestorista. La Argentina después.

2001 es una plataforma donde emergió algo nuevo, que para nosotros es ya algo viejo. Kirchnerismo, macrismo, la última evolución de los movimientos sociales y las marchas llenas del 24 de marzo. 2002 es una Argentina sin Cavallo y sin los Redondos: otro mundo. ¿Cuáles son las condiciones de emergencia de lo nuevo? No las hay. Si miramos al 2001 no veremos nada naciendo, ni con el diario del lunes que pueda reconstruir retroactivamente a Néstor Kirchner.

Si La Bersuit solo pudo nombrarlo, tres años antes, con la antinomia democracia-dictadura, es que las palabras habían fracasado. Hay que leer Se viene, la canción canónica del 2001, como si la pregunta no fuera retórica. Si esto no es una dictadura, ¿qué es? ¿Cómo nombramos el dolor después de 1983?

Las llamadas al pasado, tanto las nostálgicas como las denostativas, suelen fracasar. Como en el caso de la Bersuit, que solo puede señalar a la indeterminación del 2001 que se venía sin resolverla. O, veinte años después, los usos del 2001 y de Se viene como tema de campaña del movimiento libertario. ¿Acaso Milei no sabe que esa canción es antimenemista? La pregunta está errada: somos nosotros los que no sabemos que esa canción no es antimenemista. Que su sentido está abierto. Que el 2001 es el momento de clausura de sentidos, pero a la vez continúa abierto.

El estallido fue el momento de máximo constreñimiento de las posibilidades. La furia era total, la economía tenía un salvavidas de plomo. El descubrimiento esencial del kirchnerismo es que ese constreñimiento es, precisamente, la base de la libertad de inventar algo nuevo. El 2001 es el punto donde no parece ser posible descubrir nada de mañana contenido en el hoy. No sabemos qué es lo que es. Hoy, el 2001 ¿nos alumbra? ¿O nos impide ver?

La apropiación de la derecha del malestar, gran dilema de la nueva década, solo nos asusta si nos enceguece el recuerdo de la cacerola de plástico. Ese recuerdo debe persistir pero no puede impedirnos saber lo que puede aprenderse del 2001: que los estallidos pasan, pero vuelven si no convertimos el antimenemismo en algo nuevo. Algo con su propio nombre.

Juegos

Por Laura Reverter

Ningún niño o niña debería jugar al cacerolazo. Pero ahí estaba yo, con 7 años, en el patio de mi casa del conurbano bonaerense jugando a golpear la tapa de una olla bordo. Mire la televisión, gente que golpeaba sus ollas frente a una cámara, corrí al patio y yo hice lo mismo. Si cierro los ojos, todavía puedo escuchar el ruido.

¿Cómo el recuerdo de un juego infantil va a formar también parte del cajón de los recuerdos tristes? ¿Cómo se llega a marcarle fuego (a ollas) la infancia a toda una generación de niños? ¿Cómo una cacerola se transforma en un concepto político-social en un país?  Jugar al cacerolazo como punto de inflexión en mi forma de ver el mundo, de ahí hasta acá. 

Le di mi alcancía a mi mamá, con esos $13 en monedas compró para comer una noche. Después le tocó a mi hermano, la plata de su primera comunión. Y otra noche, muchas noches, viendo cómo zafar. Mis papás me pidieron perdón ese día de la alcancía y me prometieron que me lo iban a devolver. Mientras escribo esto miro mi pared y hay un cuadro con un título universitario colgado: me devolvieron mucho más que $13.

Aquella época, la que se atrevió a romper con la libertad de disposición del proyecto de vida de un país entero. Cómo no iba a brotar del suelo la bronca y el aire a empujar a presión a aquellos que se atrevieron a romper el pacto con toda una sociedad. El nacimiento de una generación, la muerte de otra. Un tour por el fondo del infierno, eso eran las calles de aquella Argentina. 

Asambleas, saqueos, violencia, cacerolas, pobres y ricos, changarines y comerciantes, amas de casa y banqueros. La patria hecha cuerpos acalorados por las calles del país pidiendo, por favor, que la dejen vivir.

Después vino el después, y después el hoy. A una parte de esa generación nos salvó Néstor Kirchner y el futuro cierto que supimos conquistar. Nos salvó, me salvó pero mi visión del mundo hoy se vuelve a hacer presente: ningún niño o niña debería aprender a jugar al cacerolazo.

Seguir participando

Por Paloma Parravicini

En diciembre del año 2001 tenía apenas 2 años. No tengo ningún recuerdo propio de los antecedentes ni de los sucesos acontecidos. Pensar en la crisis del 2001 para mí representa un rejunte de teoría, anécdotas familiares y no tan familiares. Este año se va a sumar a estas la historiografía, ya que 20 años han pasado desde el 2001 y ese es el tiempo necesario para que un suceso se reconozca en esta disciplina. 

Durante mi adolescencia y adultez intenté darle forma en mi mente a aquel monstruo: “el 2001”. Desde la perspectiva sociológica, carrera que estudio, logré en el último tiempo entender a la crisis del 2001 como una gran crisis de legitimación y representación política. Se sobreentiende que esta aproximación no agota ni las posibles aproximaciones desde la sociología ni las interpretaciones en general sobre el 2001. Sin embargo, sostengo que esta interpretación contiene valiosas derivaciones o consecuencias que atañen al presente de la política argentina. Si pensamos a la crisis del 2001 como, entre otras cosas, una crisis de legitimación y representación política podemos reflexionar sobre su incidencia en el presente de nuestro país. 

Posteriormente a la crisis del 2001, la política tradicional tuvo que sufrir una serie de modificaciones en sus instituciones (sobre todo las instituciones representativas) para poder sobrevivir. En este nuevo panorama político, signado por la desconfianza en los representantes, fue necesario que la participación ciudadana cobrara un lugar protagónico y privilegiado en la política partidaria. 

Permitámonos por un momento, aunque extremadamente cínico, considerar a la crisis del 2001 como una moraleja. ¿Qué enseñanza podemos extraer de los sucesos de diciembre del 2001 y de los acontecimientos inmediatamente posteriores? 

La crisis del 2001 pensada como una ruptura del pacto representativo que legitima a los gobiernos democráticos nos marca un claro camino para la política argentina. Nunca más puede un gobierno perder de vista la importancia del respeto al pacto representativo. No solo en momentos de crisis económica, pero sobre todo en ellos, urge que los gobernantes recuerden que sin la legitimidad provista por sus gobernados, el sistema democrático puede volverse insignificante. Asimismo, después del año 2001 es necesario que la representación política venga acompañada de la participación ciudadana, solo así puede un gobierno ser fiel a las necesidades del pueblo.

Volver a salir

Por Pablo Luna

Clank, clank, clank. Suena en las calles. Quince años tengo y ya quiero prender fuego a todo. Sé que vos me vas a entender. Ya no tengo miedo, tus viejos no tienen miedo, toda esa gente que está en la calle no tiene miedo. Te lo recuerdo: acá, desde el balcón, se oyen gritos y ollas, muchas ollas golpeadas, abolladas. Jamás creí que iba a vivir algo así. Se están levantando nubes desde el asfalto ¿sabés que son? los gases de la represión. Se mezclan con las balas de la yuta, con el ruido de las sirenas.

Es cuestión de asomarse y ver el caos, pero no es cualquier caos, es el caos de la esperanza. Te lo digo para que no te olvides. Porque lo hablé con la vieja y con el viejo, acá o se da vuelta la tortilla o nos clavamos en la misma mierda otra vez Espero que te acuerdes de esto: los medios. Esos forros que hace por lo menos diez años vienen descorchando champagne y revoleando sushi… ahora se la dan del lado del pueblo. El viejo está tomando mate re caliente, diciendo cómo por la misma caja boba hacían mierda a Norma Plá, a la carpa blanca, Cutral có, de cómo operaron a favor de las privatizaciones. Y que en parte todo explota también por eso. ¡Hipócritas! grita.

Ya tendré tiempo de leer sobre todas esas cuestiones.

Hace un rato salimos con los viejos y éramos parte de una columna enorme avanzando por Rivadavia para el centro, la cantidad de gente llorando de emoción, como despertando, abriendo los ojos de bronca. Después se pudrió todo. Tuvimos que volver hechos mierda por los gases. Una represión brutal, no lo olvides. Brutal. Familias, pibes con remeras de Hermética, La Renga, Los Redondos, de la selección. Todos agitando.

Pero ahora hay algo que es imparable, porque muchos están volviendo. Yo soy un pibe, y no me importa nada, también voy a volver. Estoy esperando que los viejos se duerman, no quieren que salga, les da miedo, pero me chupa un huevo, voy a salir igual, a hacerle frente a la yuta. Joaquín está ahí, Cinthia está allá seguro. No me voy a quedar atrás. No quiero mentir, sé que es peligroso, que capaz no regrese. Tengo que estar, no me puedo quedar afuera. Estoy seguro que este día va a quedar en la historia.

 Voy a doblar esta hoja y meterla en un sobre, en el cajón. La voy a abrir en veinte años, sé que voy a volver a casa, en una hora o en un día, voy a cruzar la puerta para cambiar la historia, y para cuando mi yo del futuro abra esta carta y  lea, no me olvide que las cosas se cambian en la calle y que si el país que vivís es mejor, es porque salimos. Y si el país no es mejor, recordarme que hay que volver a salir.

De mis quince.
A mis treintaicinco.

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