Por María Nuñez
Mucho se ha escrito sobre el sistema carcelario y el dia después de quien ha estado privado de su libertad.
Esta nota propone una pausa para retomar algunos ejes de análisis sobre el sistema carcelario, la condición de quien está privado de su libertad como persona con derechos y revalorizar la educación como marco de reinserción social.
Contexto
La transición del modo de producción feudal al capitalista implicó una transformación radical del orden social, en tanto se produjeron cambios con el paso de una producción básicamente agraria a otra de carácter mercantil, y de su mano una la consecuente transformación de reinos convertidos en Estados-Nación, afectados también por los cambios culturales e ideológicos. Todas estas modificaciones del sistema conllevaron a la producción de un hombre nuevo, funcional al emergente orden social.
Dicho cambio estructural hizo emerger instituciones que hoy vemos fundamentales y cotidianas para el orden social: escuelas y fábricas. Una como institución educativa creadora de “ciudadanos” que aprendieran a vivir en sociedad y bajo los lineamientos establecidos en las normas; la otra generadora de un cambio rotundo en la forma de vivir de los trabajadores, originando la migración de la población del campo a las ciudades.
En este contexto, se hizo necesario que el Estado moderno asumiera el rol de producir un entramado de leyes, que resultaron ser en esa época derechos para unos y obligaciones para la mayoría.
En este esquema en el que muchos hombres se encontraban en las fábricas, la infancia en la escuela y las mujeres en el hogar; muchos otros quedaron fuera del sistema y se encontraron con dificultades para “adaptarse” y así se consideraba a los pobres, enfermos, vagabundos, viejos, huérfanos, locos y mujeres sin familia.
Es en esta proliferación de modificaciones en el orden social que surge la cárcel. El espacio segregativo más importante para el tratamiento de las “desviaciones”. Esto vino con una humanización de la pena, en tanto se sustituyó el castigo corporal por la privación de la libertad y, a su vez, con una fuerte incorporación de elementos disciplinares para la moralización de las clases subordinadas.
Más adelante, el proceso renovador europeo conocido como “el siglo de las luces” tuvo varios exponentes y juristas que realizaron criticas al sistema penal vigente, fundado en nuevos principios, consecuentes con el pensamiento de época: racionalidad, legalidad, publicidad, igualdad y proporcionalidad de las sanciones y menor severidad; fundando la pena principalmente en lograr que el individuo que cometió el delito, no vuelva a reincidir en el mismo, procurando además que los ciudadanos no perpetrasen nuevas infracciones.
Tiempo después, el sistema progresivo inglés de 1853 se basaba en la idea de restablecer gradualmente el equilibrio moral del interno, con la finalidad de reinsertarlo a la sociedad civil. Nuestro país toma estas doctrinas y busca entender el sistema penitenciario cómo una forma de reinserción social de los internos.

Realidad en la Argentina
En nuestro país, la realidad social está fuertemente alejada de esta teoría, los relevamientos que efectúa la Procuración Penitenciaria de la Nación han constatado a lo largo y ancho del país que los internos residen en centros penitenciarios superpoblados. Bajo condiciones de vida inhumanas, con aplicación de medidas de aislamiento interno y externo, requisas personales exhaustivas, invasivas y vejatorias, con escaso tiempo de contacto con sus familiares y constantes y permanentes robos de sus efectos personales por empleados del mismo servicio penitenciario, entre otras circunstancias (falta de educación, trabajo, etc.). Todas estas circunstancias influyen considerablemente en la personalidad de los reos, a quienes en ese marco se les pretende explicar y enseñar a vivir en un sistema dirigido por normas.
Educación carcelaria: ¿solución?
La mayoría de los países han firmado y ratificado los instrumentos legales internacionales sobre derechos humanos que garantizan mejores condiciones de detención a los internos de una unidad penal. Entre ellas se encuentran la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), la Carta Africana de los Derechos del Hombre y de los Pueblos (1981), la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984) y las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos de las Naciones Unidas (1955).
Entre otras cosas, se establece lo siguiente: la educación es un derecho que hace a la condición del ser humano, porque a partir de ella se construye el lazo de pertenencia a la sociedad, a la palabra, a la tradición, al lenguaje, y en definitiva a la transmisión y recreación de la cultura, esencial para la condición humana.
Por lo tanto, quien no reciba o no haga uso de este derecho pierde la oportunidad de pertenecer a la sociedad, a participar de manera real y constituirse en un ciudadano, que haga uso de sus derechos y cumpla con sus deberes a favor del desarrollo de la sociedad. No sólo debe hacerse uso del derecho de manera individual, sino que es el Estado quien debe garantizarlo plenamente. Porque un derecho que no reúne las condiciones de acceso de todos los ciudadanos y de cumplimiento pleno del mismo produce privilegios para unos pocos y el resto quedará en el camino hacia el no-ejercicio de sus derechos sociales.
En este sentido se pronunció la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuando dijo que “el Estado como responsable de los establecimientos de detención, es el garante de estos derechos de los detenidos”.

Cuando hablamos de personas privadas de la libertad en la Argentina, y en muchos otros países en los que no vamos a hacer foco, hablamos de vulnerabilidad social, exclusión, marginalidad, violencia y desocupación. Un depósito de personas según el momento histórico y el sujeto social al que se dirige. Por lo general, los recluidos son personas que no han tenido educación, trabajo, salud, ni garantías. No solo hablamos de falta de una tasa bajísima (o nula) de reinserción social, sino que hablamos del sistema excluyendo y perpetuando una condición a posteriori para el imputado.
Resulta clave señalar que es responsabilidad del Estado garantizar que quienes están la posibilidad de reinserción una vez cumplida su condena. En principio con el reconocimiento de sus necesidades psicológicas y emocionales y además haciéndose cargo de brindar herramientas tangibles que hagan posible ocupar un nuevo espacio en el tramado social que rompa el estigma delito/encierro. ¿Cómo recuperar una identidad de ciudadano? ¿Cómo recrear sentido de pertenencia social después de la experiencia deshumanizada que es la Cárcel? Es aquí donde la educación tiene un rol que clave que atiende antes que nada considerar al preso como persona e incluirlo en derechos y posibilidades
Con todo esto en mente, podemos llegar al acuerdo de que es necesaria una modificación estructural en nuestro sistema judicial en general y del penitenciario en particular. Cuando hablamos de educación carcelaria hablamos particularmente de valores, de ejercicio de derechos que son exigibles dentro del marco de la vida humana, de la integridad personal, de libertad —de la que tanto nos gusta hablar en los tiempos que corren—, de igualdad, de tolerancia, de participación, de justicia, de solidaridad y de desarrollo humano. La educación, como acción de la sociedad y responsabilidad del Estado y vista desde la mirada de la Educación Social, significaría un componente insoslayable de la construcción social.
Es una exigencia humana tan básica como que una persona privada de su libertad pueda comprender sus derechos y respectivas responsabilidades, así como también ejercer la propia y la de sus pares. Concretar el derecho a la educación, ya que han sido alejados de la educación sistemática, amplia y gratuita que se garantizan a todos los individuos, y prepararlos para la participación social al quedar en libertad se convierte en un instrumento concreto de prevención de violaciones a los derechos humanos. Vista de esta manera, es un motor de transformaciones individuales y sociales.
El Centro Universitario de Devoto, como un caso concreto de nuestro país, fue la primera experiencia de este tipo desde la recuperación democrática. Las gestiones comenzaron en 1985, a partir de la demanda de un grupo de detenidos que realizaron protestas para poder estudiar, tiempo después con autorización del Servicio Penitenciario Federal fueron los internos quienes remodelaron el espacio para poder convertirlo en un espacio digno y habitable.
Darle impulso a la educación en las cárceles incomoda a la perpetuación del status quo, pero es un requisito para el éxito de la reintegración social de los detenidos, como así también es una contribución al desarrollo real y sostenible de la sociedad que la pone en práctica. El derecho al trabajo, a la vivienda, a la justicia y a la educación, son los factores que las políticas sociales del Estado deberían restituir para que cada vez más se pueda reducar fuera de los muros de la cárcel y no tras ellos.