Por Matías Mohammad
Voy caminando apurado-en sintonía-, el Centro porteño está de luto, lluvia y viento, como mejor le queda, en todo su esplendor invernal.
En Buenos Aires todo pareciera moverse y precipitarse casi esquivándose a un ritmo puglesiano, La Yumba musicaliza implícitamente nuestras andanzas por la urbe. En ese qué sé yo viste…, asoman la nostalgia y la añoranza propias de un pasado dorado y un futuro que no fue. En ese pesado contraste entre nuestros ominosos designios históricos y la amarga coyuntura se columpia nuestro porvenir.
Nuestra Ciudad, como la describiría magistralmente Martinez Estrada, vibra y se agita con un mismo afán de velocidad en todas sus partes, al cruzar la calle el peatón redobla el paso; el automóvil también, es un duelo espontáneo y apresurado. Otra vez el peatón sale airoso del encuentro y alcanza el cordón deseado, el placer que siente al salir ileso le confirma otra vez en su credulidad, que la embestida de la máquina es una rabia de gringo completamente inutil contra él.
El mapa urbano ilustra cuatro fronteras antagónicas; el Río de la Plata al Este y el Riachuelo al Sur, aquél dotado del nombre opulento dado por el conquistador, éste otro con el diminutivo de laburante. Asimismo, un Norte nuevo y rico, un Sur antiguo y arrabalero. Para concluir: la inmensidad hacia el Oeste encarna un difícil acertijo; ¿es acaso la parte más rural de la metrópoli o la parte más urbana de la pampa? Respuesta que dependerá del abordaje que se haga del fenómeno centralista porteño: ¿Buenos Aires desemboca sus casas en la pampa o es la pampa la que-a través del subsuelo-desemboca en el estuario?.
El indicio que tenemos para arriesgar una primera premisa emana de nuestra escasa capacidad de asombro por la altura artificial; los ominosos edificios no logran-del todo-conmovernos en nuestra incertidumbre de hombres y mujeres de llanura.
Esto así puesto que el crecimiento vertical de la población es extranjero. Únicamente el ensanche y despliegue horizontal hacia el campo son nativos.
Es esta proyección hacia la pampa la que engendró el periférico arrabal, el infinito conurbano que orbita como una luna alrededor de la ciudad núcleo del sistema. Este satélite no se rige por las leyes de la física, su condición es de profunda volatilidad ya que corre siempre el riesgo de ser arrojada al espacio por el movimiento frenético de su centro gravitacional.
Continuando con una sucinta descripción, es enriquecedor observar el mapa hidrográfico que recorre la ciudad por el subsuelo. Arroyos braman entubados, silenciados por debajo del ajetreo cotidiano. Completando así un panorama de orígenes escondidos, misteriosos y encubiertos.
La foto con la que he elegido encabezar este humilde escrito no es casual. Fue tomada en pleno Centro porteño y disparó en mí la serie de reflexiones que pretendo plasmar aquí. Me impactó profundamente la escena, la pampa emanando desde el cemento descuidado tiene un significado simbólico: aún en nuestro afán entubador y pavimentador, no podemos huir del subsuelo brutal que nos acecha; la pampa que irrumpe en nuestra occidentalidad de concreto y acero nos recuerda una esencia antigua e inexpugnable.
En el terreno de imponderables, en la insistencia en la inferioridad de todo lo nuestro, tomamos conciencia de que algo nos impide ser totalmente occidentales, aunque nos lo propongamos. Es aquí donde tiembla el binomio conceptual de Sarmiento; la fórmula civilización-metrópoli contra interior-barbarie, se entremezcla y conjuga profundamente, al punto de difuminar las divisiones.
Es interesante retomar a Kusch en este asunto cuando al hablar de las diferencias intrínsecas entre el mundo occidental y la América Profunda aclara que el indio remedia la afectación producida por la existencia a través de la contemplación pasiva y que la cultura occidental, en cambio, es la del sujeto que afecta el mundo y lo modifica; es la enajenación a través de la acción.
La solución occidental al desamparo se expresa como pura exterioridad, invasión del mundo, agresión del mismo y finalmente, la creación de un mundo nuevo. En la puerta de ese garaje de la calle México me encontré en la intermediación entre la dinámica del mundo nuevo y la estática del mundo viejo.
Lo dicho amerita algunas reflexiones; ¿Hasta qué punto triunfó la estrategia occidentalizadora? ¿Hay un arraigo irresuelto que desborda por los márgenes de nuestra pulcritud occidental? ¿Brota a modo de yuyo entre el asfalto nuestra esencia en los rincones? ¿Se explica por éste fenómeno la debilidad creadora de la dirigencia?.
Nuestra solución al miedo originario fue la creación de las ciudades técnicamente montadas; en concreto la creación de una nueva realidad empotrada sobre otra, una realidad manipulable; para huir del miedo se ha sustituido la ira de Dios por la ira del hombre; un rayo mata a un campesino, un empréstito estrangula a una Nación.
La paradoja del ser en nuestros tiempos pareciera girar en torno a priorizar la forma sobre el contenido; esconder en las apariencias nuestro miedo originario; la falta de propósito. Y vuelvo a pensar en la Ciudad, las sucesivas gobernanzas la demuelen porque no la pueden destruir, planifican costosos embellecimientos porque no la pueden dignificar, la hacen poderosa y rica porque no pueden levantar a la Nación que está postrada, tendida a lo largo como un cuerpo exánime pero que la nutre de su mejor sangre.
Quizás la pregunta por la esencia pueda reconciliarnos con aquello que nos brota de las grietas.