Por Dante Sabatto
Una idea bastante extendida en estos años dice algo así: no hay incoherencia en el accionar de Patricia Bullrich, montonera en los 70, renovadora en los 80, ajustadora en el 01, yutista en el 22. Solo hay que cambiar la mirada: la constancia no está, claramente, en una continuidad partidaria, ni en la concepción sobre la desigualdad, ni siquiera en un interés personal. El elemento que otorga coherencia a la serie es la violencia. Bullrich no tiene otra ideología ni otro dios. Es violenta de izquierda, de centro o de derecha; violenta física, económica o simbólica; violenta libertaria o autoritaria, violenta guerrillera o estatal.
Esto resuelve un problema, que es explicar la trayectoria de una mujer que se ha convertido en actriz protagónica de la tragedia que llamamos política argentina. Pero abre otro problema, el problema de la violencia. ¿Creemos efectivamente que esta es una sustancia sui generis, que puede adaptarse aproblemáticamente a circunstancias, cosmovisiones y organizaciones tan disímiles? Si sostenemos, por ejemplo, que “la violencia de los oprimidos no es comparable a la de los opresores”, entonces no podemos creerlo. Al menos no del todo.
Sin duda la violencia muta con el tiempo, pero no podríamos decir que a cada tiempo le corresponde una violencia, porque siempre lo excede. Cuando algo se presenta como violento es precisamente porque parece estar un poco fuera del tiempo. ¿Qué pasa hoy en día con la violencia? ¿De qué formas confusas aparece en este momento? No hace falta decir que es un tema crucial para pensar nuestro país (atentado a CFK mediante) y la región en general (podríamos pensar en el golpe de Estado en Bolivia y también en la vertiginosa situación de Brasil).

(1) EN NINGÚN LADO
La primera tesis posible dice que la violencia ha quedado atrás. Cuando pensamos en el término «violencia política», es probablemente que viajemos mentalmente a los años 60-70, el nacimiento de las guerrillas y la represión paraestatal. Inmediatamente surge una cuestión: ¿el terrorismo de Estado configura violencia política? Si decimos que sí, ¿estamos poniéndolo al mismo nivel que las actividades de las organizaciones armadas del peronismo y la izquierda, tributando así a la teoría de los dos demonios? Y si decimos que no, ¿estamos despolitizando el accionar estatal, aceptando su monopolio de la coacción física legítima como dado, negando por ejemplo, la hegemonía de los intereses del capital concentrado sobre la maquinaria estatal en los años 70?
Pero podríamos corrernos de este problema. Al fin y al cabo, la misma localización de la violencia en un período histórico privilegiado, esa tierra mítica que llamamos “los 60 y los 70”, es problemática. Lo es en dos sentidos: por un lado, en el sentido en el que impone un lente único que cristaliza esa época en un relato unívoco y cerrado. Lxs historiadorxs hablan de «violentología» para referirse a una lectura, consolidada en los años 90, que solo puede pensar la política de ese período en términos de violencia. La ecuación que planteó Pilar Calveiro como política y/o violencia demuestra su contenido oculto: político = violencia.
Pero, por el otro lado, en el sentido en que recluye la violencia a las formas privilegiadas de un tiempo determinado e impide ver cualquier otra manifestación. La Argentina de la posdictadura, la Argentina de la democracia, es la Argentina del consenso, del conflicto institucionalizado, domesticado y moderado. Lo es porque debe serlo, y esto es una producción histórica: la que producen la transición democrática de 1983 y sus consensos del Nunca Más. Realizar ese corte trascendental con una violencia pasado fue una precondición de la legitimidad democrática, pero también habilitó, a su manera, las leyes de impunidad y los indultos.
¿Cómo aparece esta Argentina no-violenta? Las nociones de una sociedad reconciliada, donde todo el conflicto puede conducirse por canales previamente fijados, aparece en tradiciones políticas muy diversas, desde el contractualismo liberal hasta el marxismo clásico (que así concibe el comunismo por venir) o, en nuestro caso, el peronismo (este es uno de los modos de pensar la comunidad organizada qua corporativismo). Por supuesto, entre estas opciones la elegida se parece más bien a la primera: esta Argentina coincide históricamente con la del modelo neoliberal. La contradicción evidente es que esa estructuración económica solo pudo ser implementada y legitimada socialmente mediante el terrorismo de Estado.
Esta visión no niega la existencia de la violencia sino su politicidad, por supuesto. En todo caso, relega a un estrato social-pero-apolítico a toda forma de violencia asociada a la desigualdad económica o a toda manifestación de odio o racismo/sexismo/ homotransfobia/etcétera. El resultado es una sociedad violenta pero una política que funciona como desconectada de ella: la hipótesis de Relatos Salvajes, película que compatibilizó este abordaje con la cultura K de mediados de la década pasada.

(2) EN TODAS PARTES
Llegamos así al punto donde la tesis previa, la de la relegación de la violencia política a un pasado absolutamente ajeno, se une con su contrario: la ubicuidad de la violencia. Lo hace a través de su despolitización: se puede admitir que haya violencia en todas partes con la condición de negarle su estatuto político.
Pero no es necesario dar este paso. El kirchnerismo, por ejemplo, combinaba efectivamente un discurso muy cargado sobre los años 70, de expresa y consciente romantización, con una convicción absoluta sobre la presencia de violencia política en el presente. Eso que hoy se llama “discurso de odio”, actualizado para la Argentina post atentado, es una nueva forma de un tópico presente en toda la matriz de pensamiento K. Podemos identificar diversas fuentes: el 2001 como momento fundacional del movimiento, la influencia filosófica de Laclau y su teoría del antagonismo (que aparece bastante simplificada como “todo es político”), los lazos con los organismos de derechos humanos…
Querría detenerme por un momento en el segundo punto. El enfoque laclosiano del kirchnerismo, convertido en teoría oficial por el dirigente camporista Damián Selci en su Teoría de la Militancia, no tiene un lazo lineal con la violencia política. El “antagonismo” no es para Laclau un enfrentamiento violento sino una imposibilidad de la reconciliación, de la que la violencia es solo una consecuencia posible. Podría comparárselo con el pensamiento de Jacques Rancière, que habla del orden establecido como policía, mientras que los cuestionamientos de este orden que buscan contar de nuevo y abrir el juego a nuevos actores hasta entonces excluidos es la política.
Este breve rodeo filosófico sirve para decir: la cuestión que define a la tesis sobre la ubicuidad de la violencia política es el reconocimiento de que esta ya se haya, escondida, en el orden “pacífico” establecido. No solo en la constitución de la paz como momento soberano (eso nos acercaría a la primera tesis) sino también en su constante reproducción: la coacción estatal legítima, la policía. Pero, agregaría el kirchnerismo, también su reproducción social, como ideología, una ideología yuta.
No es posible concebir esto de forma separada al devenir del movimiento feminista en las últimas décadas, en especial en su configuración post Ni Una Menos: la denuncia de una violencia oculta es su matriz fundamental. El nombre “femicidio” es una operación política en el sentido de Rancière que mencionábamos más arriba: detiene la cuenta de las muertes (policial) y propone contarlas de nuevo, de otra manera.
Pero la palabra “policía” abre un problema: ¿es la violencia estatal esencialmente distinta? ¿Y dónde están los límites de lo que es estatal? Para una parte importante de la población argentina, por ejemplo, las personas muertas por el COVID-19 deberían contar como víctimas de la violencia estatal en el mismo sentido que las víctimas de gatillo fácil. ¿Y no es esto, también, una operación política?
En el mismo sentido, ¿hasta qué punto podemos abrirnos a una enumeración de violencias posibles (económica, simbólica, psicológica, etcétera) sin perder algún tipo de punto común sobre aquello que la violencia es? Si todo es político y todo es violento, ¿no perdemos de vista su cristalización en momentos efectivos? ¿No perdemos de vista la acción?

(3) EN UN SITIO ESPECÍFICO
Dos de las figuras clave de la política regional, Cristina Fernández de Kirchner y Jair Bolsonaro, sufrieron atentados contra su vida. Puede sonar extraño colocar ambos casos en el mismo renglón. Al fin y al cabo, el ataque a Bolsonaro, el 6 de septiembre de 2018, en plena campaña, fue cometido por un hombre que no era parte de ninguna agrupación política, y que fue considerado un enfermo mental y por lo tanto no responsable de sus actos ante la ley. La investigación del caso argentino, en cambio, se acerca al grupo Revolución Federal, y el potencial lazo con figuras opositoras como Nicolás Caputo o Gerardo Millman está siendo considerado.
Volvemos, sin embargo, al mismo problema: ¿hay distintas formas de la violencia? ¿Hay comparabilidad entre el intento de asesinato de un candidato presidencial neofascista o de una vicepresidenta progresista? ¿Dónde trazamos el límite? O pasemos a otros países de la región: ¿hay algo en común entre estos casos y la violencia implicada en el golpe de Estado de 2019 en Bolivia y la subsiguiente represión a la población civil que se opuso?
Una cuestión interesante de la violencia “política” es que esté adjetivo es transversal a otros subtipos: la violencia política puede ser física, pero también simbólica; puede ser tanto estatal como insurreccional. Lo que la define es su direccionalidad, su orientación. Es violencia que hace política.
Creo que una forma de resolver el dilema entre una violencia ubicua y omnipresente y una violencia completamente ausente y relegada al pasado es pensar en los sitios y momentos específicos en que la violencia se coagula como tal. Los momentos de descarga. El atentado fallido contra CFK, por ejemplo, es un claro episodio donde la fuerza es productiva, crea (o intenta crear) un nuevo orden. Uno de los discursos más extendidos en las horas y días posteriores al evento fue el ucrónico: ¿qué habría pasado si…? Una potencia tal de constitución de un tiempo nuevo es una propiedad unívoca e intrínseca de la violencia política.
El discurso era también retroactivo: buscaba mostrar que el atentado era solo una descarga final, un momento de una serie de ataques (judiciales, mediáticos, culturales, es decir de orden institucional y simbólico) que no había llegado aún al nivel físico. Es innegable el elevado nivel de persecución política y ofensas personales que ha sufrido la actual vicepresidenta desde hace más de una década. En este sentido, es cierto que no puede leerse de forma “aislada” el evento del 1 de septiembre. Tenemos así las dos formas de la violencia: la cotidiana e invisible, la extraordinaria y fundadora.
Las encuestas revelan que una parte importante de la población cree que el atentado no ocurrió. Una sociedad a puro Baudrillard. Hay muchas formas de analizar esta respuesta: en primer lugar, como una simple negación, una incapacidad casi de lidiar con el evento ocurrido. En segundo lugar, como una verdad a medias: cuando una persona marca el casillero “creo que no pasó” en la encuesta, tal vez solo está buscando la opción opositora entre todas las respuestas posibles, como forma de mostrar su descontento.
En tercer lugar, una posibilidad: ¿y si “no ha tenido lugar” es una alternativa pronunciable en voz alta a “está bien que haya tenido lugar”? Si el escenario se configura como una dicotomía entre “repudio el evento” y “el evento no sucedió”, se está excluyendo una opción: “celebro el evento”. ¿Cuán legítima es la violencia política no-estatal en Argentina, hoy? Conocemos la legitimidad de la represión estatal: es relativamente elevada, aunque con potenciales excepciones asociadas a gobiernos específicos. Pero, ¿cuál es la legitimidad de una coacción física civil?
Podríamos retornar por unas líneas a los años 70. Las acciones emprendidas por organizaciones armadas, principalmente de la izquierda peronista, tenían un cierto grado de legitimidad social, especialmente en el período 1969-1972, digamos entre el Cordobazo y el primer vuelo de Perón a la Argentina. Este grado no alcanzaba niveles tan altos como para pensar en una reclutación masiva o una participación civil en la lucha armada (como ocurrió, por ejemplo, en Cuba), pero tampoco tan bajos para reducir a estos grupos a pequeñas células clandestinas completamente desvinculadas de la sociedad civil (como ocurriría más adelante).
Pero la historia de esta época se cuenta también por los sitios y momentos específicos de la violencia: el bombardeo a la Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, el CONINTES, el Cordobazo, el juicio revolucionario a Aramburu, Ezeiza, Rucci, etcétera. Porque son precisamente esos puntos nodales los que deshacen y rehacen la trama histórica, los que (en el lenguaje de Rancière) permiten contar de nuevo las partes del todo. Reordenan la legitimidad de la violencia, que está siempre horadándose y volviendo a surgir. No habría que desconocer la posibilidad de una violencia política no-estatal crecientemente legítima en un siglo XXI que ofrece pocas respuestas y un inmenso sentimiento de abatimiento. Es, a veces, precisamente de este desánimo que nace la voluntad de actuar.