En esta nota quiero hablar sobre las posibilidades de articular un pensamiento político radical en el siglo XXI, en un mundo que ya no cree en grandes relatos políticos (pero no abandonó los trascendentalismos religiosos). Después de la soporífera década de los 90, con su fin de la historia, su reino del pragmatismo, el consenso de pocos y la tolerancia, la sociedad se creía desencantada políticamente: era finalmente la hora del liberalismo sin enemigos, el desarrollo imparable del Capital. El realismo capitalista, según Mark Fisher, es decir, la constatación efectiva del slogan thatcherista: no hay alternativa.
Se han citado los atentados de septiembre de 2001 como fin de este sueño, pero aún ellos podrían subsumirse en la lógica del realismo capitalista. Al fin y al cabo, la reactivación de la Historia, el radicalismo político venía de un fundamentalismo islámico: era externo, oriental, y Occidente continuaba dormido. Como reza el proverbio, Roma locuta, causa finita. El Imperio contestó y dio por finalizada la Causa.
Pero el fin de la revolución es un sueño eterno. En las primeras dos décadas del nuevo milenio, las Causas no han dejado de florecer, en todos lados y por distintas formas. Hablamos de “radicalizarse” políticamente porque así es como el proceso muchas veces es descrito: como aceptar una ruptura con la concepción normal del orden establecido con el modo de una transformación del propio cuerpo y la propia mente. Como Neo, en Matrix, eligiendo tomar la píldora roja, metáfora de la que se apropia el primero de los colectivos radicales que se mencionan.
Pese a que me refiero a radicalizaciones “por izquierda” y “por derecha”, de ninguna manera estoy comparándolos como equivalentes. Son tan distintos como lo son la reacción y la revolución, aunque ambas se opongan a la conservación del status quo presente. A esto quiero añadir que existe una evidente distancia en el avance de ambas radicalizaciones: es notorio que vivimos en un mundo donde la derecha (las derechas) crece poderosa y rápidamente; las presidencias de Trump y Bolsonaro sirven de ilustración, pero a ello podemos agregar el auge de los llamados populismos nacionalistas en Europa y la caída de los gobiernos nacional-populares (de izquierda) en Latinoamérica.
1. Por derecha
Parece que ser joven y no ser revolucionario no es, como pensaba Allende, una contradicción biológica. Hoy, las redes sociales nos dan un continuo testimonio de la existencia de adolescentes y jóvenes adultos orgullosamente reaccionarios. La estadística no está de su lado: la división generacional es en muchos países tan poderosa como el clivaje por clases, y la edad correlaciona muy directamente con el voto; mayor edad, mayor voto a la derecha. Sin embargo, la juventud derechista es una minoría intensa, intensísima que siempre se hace oír.
Y no es la misma derecha de siempre: se presenta como una derecha joven, una derecha nueva, una derecha alternativa: la alt-right. Este seudo movimiento subterráneo ganó prominencia a partir de las elecciones estadounidenses de 2016, cuando implicó una parte importante de la campaña de Trump. Durante su presidencia, y en particular en los últimos años, el espacio tendió a desinflarse. Su terreno de acción son algunas redes sociales, en particular foros anónimos como 4chan. No es un movimiento exclusivamente estadounidense: tiene raíces en ciertos países europeos, y algunas versiones cercanas en Latinoamérica.
¿Quiénes son? Por amplia mayoría, varones blancos menores de 25; aunque no sin excepciones. Tal vez el principal tronco de sus posiciones políticas sea el conservadurismo social: defienden la familia nuclear, los “valores tradicionales”, rechazan el feminismo, el aborto, la “ideología de género”. Profesan un cientificismo decimonónico, que más veces que menos los lleva a un racismo más o menos explícito. En los casos más extremos, y no necesariamente minoritarios, suscriben a algún tipo de teoría conspirativa antisemita o xenofóbica: que considera que la inmigración es una estrategia para realizar el genocidio de la “raza blanca”, que los judíos controlan los medios o son, directamente negacionistas del Holocausto. No faltan neonazis autodeclarados y miembros del Ku Klux Klan.
¿Y de dónde salieron? Definitivamente, no de debajo de las piedras. En primer lugar, se trata de dirigentes del ala derecha extrema del Partido Republicano estadounidense que fueron encontrando cada vez más lugar para sus posturas radicales en los últimos años. Pero, al mismo tiempo y más lejos de los extremos ideológicos, los nuevos reclutados se encuentran sobre todo entre jóvenes blancos de clase media, muy descontentos con el presente que les toca afrontar. Internet es una puerta abierta que antes no existía para radicalizarlos.
Pero las ideas políticas vienen al final, no al principio. En general, se empieza con un joven algo aislado socialmente hablando de videojuegos en alguna red social: es un gamer, una identidad constituida en torno al interés por los juegos virtuales. La alt-right construye deliberadamente foros y ámbitos de chistes y memes, con el objetivo (oculto) de reclutarlo. Y gran parte del contenido político comienza en forma irónica, una predisposición muy interesante para poder decir eso que no se puede decir. En el descontento con la “corrección política”, que determina justamente lo que puede decirse y lo que no, se juega gran parte del juego de la radicalización.
Banderas del Movimiento Nacional Socialista de Estados Unidos (extremos) y Confederada (centro), esta última fue la bandera del Sur esclavista en la Guerra Civil.
Todo esto es explicado con gran profundidad y claridad por el canal de YouTube Innuendo Studios, en el video “How to radicalise a normie” (“normie” es una especie de peyorativo al “normal”, a una persona con gustos e intereses comunes y corrientes, alejado de los “raritos” que llenan internet). Es particularmente interesante su idea de la alt-right como un ámbito con múltiples capas, cada una más radical que la anterior, en la que se puede penetrar hasta cualquier punto: de una simple misoginia convertida en el principal aspecto de la personalidad de una persona, hasta el neonazismo. Pero en todos los casos hay un rechazo directo a lo genuino, a la creencia verdadera en algo: todo debe ser irónico, debe ser justificable como un chiste, un meme. Lo que, por supuesto, es una pantalla: hay poca gente que cree tan honestamente en una causa como la alt-right.
La relación de la alt-right con Donald Trump es compleja. En un punto, al presentarse en la campaña de 2016 como el candidato antiestablishment, Trump era el candidato de la alt-right: no hay nada que esta odie más que el establishment político. Pero el líder populista, como lo es el presidente de Estados Unidos, tiene un pie fuera del establishment y otro dentro: el gobierno de Trump es esencialmente un gobierno de coalición de la derecha. Y la alt-right, cuando su importancia se redujo, fue ocupando un lugar cada vez menor en la coalición republicana.
No debe entenderse la descripción realizada por una justificación de la alt-right; nada más lejos de mi intención. Si bien considero que las estrategias de reclutación y radicalización de jóvenes deprimidos se monta claramente sobre las debilidades del neoliberalismo, eso no excusa de ninguna manera que esos jóvenes muerdan el anzuelo y se conviertan en antisemitas paranoicos. Esto último tampoco hace menos importante el desarrollo de estrategias de desradicalización (o tal vez de una radicalización alternativa), en particular destinada a alejar de la derecha a aquellos que recién comienzan a ingresar en ella.
2. Por izquierda
Cuando parecía que todo estaba perdido, Chile vino a ofrecer su corazón. Lo que podíamos esperar de Ecuador, de Argentina, de Perú, llegó inesperadamente del país modelo del consenso neoliberal estático. Como redimiendo a Allende, la juventud chilena organizó algunas de las protestas más fuertes del siglo XXI; “no son treinta pesos, son treinta años” era la consigna, desarmando en pocas palabras la colonización del tiempo por la lógica de la mercancía. El estallido chileno es un modelo de protesta social que parece extraído del manual de la nueva izquierda laclausiana: formación de cadena equivalencial de demandas (económicas, de género, de derechos civiles, de defensa de minorías étnicas y sexuales), significante vacío que las unifica (reforma de la constitución). No lo pararon las balas, y hubo muchas; lo frenó, al menos momentáneamente, el Coronavirus.
No es todo tan sencillo, obviamente. Para empezar, por la división entre los partidos de izquierda (el Frente Amplio, por un lado; la nueva alianza entre el PC y Enríquez-Ominami, el favorito de Alberto, por el otro) y la alta capacidad de ciertos partidos de derecha por capitalizar la situación. Sin embargo, la radicalización de izquierda de la juventud chilena es un llamado de atención, porque es la tierra de arrasada de Pinochet, la síntesis máxima del triunfo de la derecha, que mostró en instantes ser una entelequia imposiblemente frágil. Pisaron las calles nuevamente.
Es importante entender que se trata de un renacimiento de izquierda contemporánea pero a la vez terriblemente clásica: leen teoría marxista, se definen como leninistas, maoístas, anarco-comunistas, en el siglo XXI han encontrado la posibilidad de combinar la tradición de la izquierda marxista con la complejización de la demandas. No se parecen a Podemos o el kirchnerismo, y son más antisistema que nuestro 2001. Debe señalarse que hay dos movimientos que sirvieron para romper el dique hacia la izquierda. El primero de ellos, y el más obvio, es el feminismo, tal vez la gran tendencia de radicalización zurda en el siglo XXI, aunque en ciertos puntos tenga contactos con el centrismo. El segundo, que no debe ser despreciado, es el antirracismo, como veremos en los próximos párrafos.
Un mismo fenómeno vemos, también, en Estados Unidos, en particular a partir del estallido que siguió al asesinato de George Floyd, joven negro muerto en manos de la policía; se puede leer más sobre el despertar americano en esta nota de Santiago Mitnik en Rándom. Se podría trazar una genealogía de la izquierda estadounidense, que incluye la fuerte militancia de la central sindical International Workers of the World (IWW), la resistencia al macartismo, la lucha contra la segregación, el asesinato de Martin Luther King Jr., las Panteras Negras, la organización contra las guerras de Vietnam, la resistencia LGBT contra el genocidio que implicó la crisis del SIDA bajo la administración Reagan. Pero en las últimas décadas del siglo XX los movimientos se fueron licuando, separando, perdiendo fuerza; el 11 de septiembre fue el punto final.
Hubo en los 2000 algunos intentos de organización contra las invasiones, contra Bush. En 2008, Barack Obama capitalizó el descontento juvenil con el establishment político y organizó una campaña con un discurso progre, más a tono con el Frente Amplio uruguayo que con la tradición antes nombrada, y procedió a gestionar el país durante 8 años con las mismas políticas de Clinton, que son las mismas de Bush. Bernie Sanders fue, en 2016, un intento de replicar un Obama corrido unos centímetros más a la izquierda; en 2020, lo mismo, con menos fuerza. Alexandra Ocasio-Cortez fue electa diputada, destronando a un viejo pope del ala derecha del Partido Demócrata. Todos intentos de correr a la izquierda la ventana de Overton desde dentro del sistema.
No alcanzó. La derrota de Sanders en manos de Biden, tal vez el único candidato peor que Hillary Clinton, y el creciente enojo de la población negra, cristalizada hasta entonces en el movimiento Black Lives Matter, así como la radicalización juvenil antitrumpista, en espejo a la alt-right, produjeron un estallido. El movimiento se define ampliamente como Antifa, es decir, antifascista. Es casi exclusivamente joven, y tiene un alto nivel de minorías étnicas y sexuales. Son marxistas y/o anarquistas, antirracistas y en general se rehúsan a votar a Biden.
2020 es un año electoral, y sin embargo las elecciones parecen haber pasado a un segundo plano: el movimiento antifascista y antirracista corrió del eje toda la discusión, demostró en sí mismo que no es posible calmar a una sociedad canalizando el descontento en urnas. Los reclamos son maximalistas: abolir la policía y las cárceles pensar nuevas formas de organizar la seguridad; el anticapitalismo está implícito. Organizaron incluso una zona autónoma en Seattle, la Capitol Hill Autonomous Zone (CHAZ), fuera del control de las fuerzas de seguridad. Una comuna, un soviet, en el siglo XXI, dentro de los Estados Unidos.
“Estás ingresando al Capitol Hill liberado.”
Se lee El Capital y se discute por twitter sobre el antiimperialismo. Se arman tutoriales sobre cómo hacer molotovs. Se organizan masivas juntadas de fondos a través de sitios web y difundidas en las redes para pagar fianzas y liberar detenidos, que son efectivas. No hay nostalgia, pero tampoco hay una nueva izquierda que rechace el pasado. Un ejemplo: los fans de K-POP, un género musical popular entre los zoomers (la actual generación adolescente) utilizan las mismas tácticas que aplican para subir las vistas en YouTube de sus artistas favoritos para ganarle al algoritmo y usar anuncios online para donar plata a fundraisers de organizaciones de ultraizquierda. Se usa la incomprensible red social Tik-Tok para organizar el boicot al primer acto de campaña de Trump, en el que se reservaron miles de asientos para luego no asistir; el acto estuvo efectivamente vacío, y es muy probable que esta técnica sea uno de los factores. Otro elemento interesante: veo, por primera vez, referencias no sólo a la izquierda asiática y africana sino también latinoamericana, particularmente a Hugo Chávez y Evo Morales.
El interés por la política radical dejó de ser cringe. Y no está completamente subsumido en un discurso ambientalista, antirracista o anticapitalista sino que unifica los diversos reclamos en un discurso complejo y coherente que ofrece propuestas claras, si bien maximalistas. Para entender lo que está pasando en Estados Unidos o Chile, es más útil leer Diez días que estremecieron al mundo que los resultados de las encuestas electorales; sin embargo, la relación con el Partido Demócrata no se corta totalmente, y esa ambigüedad es muy fructífera. No hace falta aclarar que estamos lejos de un octubre de 1917; pero nos encontramos igualmente lejos de octubre de 2017. Todo ha cambiado.
3. Por acá
Este artículo no pretende ser una cartografía de las principales tendencias políticas radicales del presente; para empezar, se centra en Occidente, dejando de lado no solo el terrorismo de organizaciones como ISIS (donde se utiliza mucho el término “radicalización”) sino también movimientos como el de Hong Kong, que casi parece occidental. Pero incluso dentro de nuestro hemisferio, queda más allá de las capacidades de esta nota hacer una sistematización o incluso una simple enumeración de la totalidad de movimientos, que además no existen como entes aislados sino que muchas veces no tienen límites claros. Por dar un ejemplo, en el caso de la derecha radical me centré en el caso estadounidense, omitiendo las complejidades de movimientos similares en Europa o América Latina; lo mismo aplica para la izquierda, donde me referí, además de a EEUU, a Chile.
Sin embargo, no puede dejar de mencionarse el caso argentino, sobre todo en tanto nuestro país suele considerarse más allá de la división tradicional entre izquierda y derecha, debida a la escisión peronismo-antiperonismo. Sin embargo, la radicalización de las juventudes urbanas en la década de 1960 y principios de 1970 fue definitivamente una radicalización por izquierda (salvo ciertos casos de derecha), no una radicalización del peronismo en sí.
El enfoque de esta nota, sin embargo, se reduce al tiempo presente. Y hoy en día encontramos también radicalismo (por supuesto, no en el sentido del partido de Yrigoyen) en la política argentina, tanto por izquierda como por derecha.
Por derecha, el camino es sinuoso. Conviene mirar a las últimas elecciones, donde hubo dos alternativas políticas de la extrema derecha. Por un lado, la candidatura de José Luis Espert, representante de un ultraliberalismo económico con conservadurismo social alto pero no extremo: el excandidato a presidente se ha expresado a favor de la legalización del aborto. Espert está asociado, en términos generales, al fenómeno libertario, expresado mayoritariamente por jóvenes (casi exclusivamente varones, por supuesto cis heterosexuales) cuyo pensamiento se ve principalmente influenciado por economistas mediáticos como Javier Milei. Es importante que el énfasis está en la reducción del estado y la política económica ortodoxa ultranza; lo que no implica que no haya fuertes valores sociales, de signo conservador, sino que el discurso está articulado en torno a la dimensión económica. Espert se destacó por un discurso sencillo y canchero, en términos de Alejandro Galliano:
La segunda candidatura fue la del frente NOS, encabezado por el veterano de Malvinas Juan José Gómez Centurión. Esta es una derecha de discurso nacionalista y conservador en lo social, que parece invertir la fórmula de Espert: el discurso se centra en el rechazo al aborto y la “ideología de género”, pero eso no implica que no tenga una dimensión económica importante, que es liberal (si bien con algunos matices ausentes en el partido de Espert). Gómez Centurión tuvo un discurso cerrado y anticuado, pero esto no es un error, es parte del cálculo: su base es tradicionalista y rechaza las buenas formas de la política, y en ese sentido se parece más a la alt-right norteamericana.
Ahora bien, como resulta evidente estas dos fuerzas de la derecha son, a simple vista, tan indistinguibles como las mil y una divisiones de la izquierda trotskista; si bien hay diferencias de importancia, deben entenderse más como extremos de un gradiente que como espacios completamente inarticulados. De hecho, el intento por formar una candidatura unificada “de la derecha” sólo fracasó en los últimos días previos al cierre de listas. Más allá de las candidaturas, debe entenderse que el movimiento joven de derecha en Argentina, que es tan hijo de foros como Taringa como la estadounidense lo es de 4chan y Reddit, tiene una cultura común. Consumen los mismos memes, tienen redes comunes en Twitter, ven los mismos videos y charlas de panelistas como Agustín Laje (una copia con poco tóner de los cientos de influencers de la alt-right yanki).
Hasta ahora, parece que nos encontramos con movimientos radicales pero muy minoritarios y volcados a lo electoral, en una especie de espejo de la izquierda clasista. Además, debe decirse que hay una tradición de partidos de derecha en la Argentina democrática, desde Alsogaray en 1983; López Murphy representa la primera de estas fuerzas completamente vinculada de la derecha predemocrática. Nada de todo esto puede obviar un hecho fundamental: la radicalización de derecha de Juntos por el Cambio, motorizada por Mauricio Macri y que tiene dos momentos clave: la selección de Miguel Ángel Pichetto como candidato a vicepresidente y la elección de Patricia Bullrich como presidenta del PRO. A esto debemos sumar un dato interesante: el intento de la coalición (entonces oficialista, hoy opositora) por impedir que Espert pudiera presentarse en las elecciones; pero esto debe ser contrastado con el hecho de que este candidato sí apoyó la candidatura de Larreta en la CABA. Finalmente, debe decirse que Gómez Centurión fue funcionario del gobierno de Macri: Director General de Aduanas entre 2016 y 2017.
De todo esto se deduce que el espectro de la (ultra)derecha argentina no solo incluye los sectores extremos antes mencionados, sino que el continuo debe ampliarse para incluir en su seno a Juntos por el Cambio, del que estos nuevos partidos son una separación y una radicalización.
No hablaremos tanto sobre el radicalismo de izquierda, porque es más antiguo y más conocido: en nuestro país, es casi exclusivamente trotskista, en particular a partir de que ciertos sectores no-trotskistas se incluyeron en el kirchnerismo: el PC, el PCCE, y más recientemente actores maoístas vinculados a movimientos sociales (PCR-PTP, rama política de la CCC-UTEP), así como elementos de izquierda popular, integrados en el Frente Patria Grande.
El kirchnerismo representa una versión socialmente progresista del peronismo, cuya tendencia a formar un populismo al estilo laclausiano (durante el gobierno de CFK) o con formato socialdemócrata (AF) lo hace receptivo a ciertas ideas y movimientos de la izquierda, pese a no ser desde ningún punto de vista anticapitalista. En este sentido, pensaremos dos dimensiones de la radicalización por izquierda en nuestro país.
La primera tiene que ver con la posibilidad de una radicalización del kirchnerismo en sí. Es un lugar común decir que los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner “politizaron” a la juventud, y que utilizaron discursivamente connotaciones de la “juventud maravillosa” de los años 70 (a la que ambos presidentes pertenecieron), si bien en un formato estilizado y vaciado no precisamente de su condición violenta, sino más bien de su elemento anticapitalista, o más precisamente, clasista. Sin embargo, y debido a esto mismo, no suele decirse que “radicalizaron” a la juventud. Se trata más bien de una remasificación de la militancia política que hoy, debemos decir, cobra un matiz particular.
En este momento, parecen ser dos las grandes “orgas” del frentodismo: La Cámpora y el Movimiento Evita. Los primeros, defensores del legado de Cristina y del futuro de Kicillof, representan en un sentido “el sector más radical del oficialismo”, pero aún dentro de los términos del peronismo como nacional-populismo capitalista. Los segundos, en tanto representantes de la economía popular, miran más allá de los límites del sistema capitalista, sin necesariamente presentar una visión clasista tradicional. En tanto límite interno de la centroizquierda que supimos conseguir (La Cámpora) y en tanto fuerza nueva dotada de un potencial crítico potente, escudado en el Papa Francisco y con ciertas pretensiones de reelaboración doctrinaria (el Movimiento Evita), los potenciales de radicalización están ahí.
La segunda dimensión es más problemática. Durante el gobierno de Macri, la juventud argentina vivió por primera vez capitalismo sin rostro humano. Vió también los límites del peronismo, los sectores colaboracionistas, la incapacidad para impedir los avances del Capital. Y si bien la constitución del Frente de Todos y la contundente victoria electoral del mismo en las elecciones parecen exorcizar ciertas preocupaciones, todo depende demasiado de la gestión del gobierno actual. Y si miramos más allá de la Cordillera, o a algunos otros países que he nombrado en esta nota, es posible preguntarse si cierto espectro no comienza a recorrer nuestra tierra. A esto debemos sumar una cierta tendencia clasista (si bien dentro de todo liberal, y más socialdemócrata que radical) en ámbitos del periodismo y la cultura, en particular consumidos por las generaciones más jóvenes; un periodismo cautamente oficialista, pero que definitivamente se encuentra a la izquierda del gobierno, y que cultivó gran parte de estas ideas en el marco del macrismo.
4. Por afuera
A modo de conclusión breve, quiero hablar sobre algunas modalidades afectivas de política. La creencia, la adhesión, el compromiso genuino son algunas de las nociones que encontramos como cercanas a la participación en un proyecto político radical. Muchas veces, estas son denunciadas como “infantilismo, ingenuidad” por quiénes se caracterizan como “apolíticos”, que son muchas veces (pero no siempre) adherentes de la derecha política, más o menos radical. Más arriba, decía que en EEUU el interés por la política dejó de ser “cringe”, es decir, dejó de dar vergüenza. Y esta es una cuestión fundamental.
La desafección, el desinterés, la apatía son los modos en los que hoy la juventud se encuentra más cómodamente; el compromiso político es una ruptura radical con esto. Sobre todo por izquierda, en tanto, como vimos, una parte de la derecha continúa bajo la apariencia del desinterés, pese a que (más o menos conscientemente) está en realidad vivamente interesada por la política.
La ironía es un caso interesante, en tanto ha sido presentado a veces como una forma de escepticismo crítico, por lo tanto pasible de ser útil para una radicalización. Sin embargo, la pretensión de neutralidad de la ironía la hace caer fácilmente en la trampa de la pseudo-desafección política de la derecha. Pero ni la ironía ni esta nota son neutras: no toda radicalización es buena, y, lo que es más importante, hay una alianza espuria entre el centro y la derecha que hace de la ironía absoluta un ámbito que puede habitarse con ambigüedad, participando de un proyecto político que tiene a radicalizarse hacia la derecha sin admitirlo abiertamente. El compromiso sólo puede sostenerse como un chiste: “veo videos de nazis en YouTube en joda”. Lo que, por supuesto, tiene un aspecto implícito muy grave: que lo malo no es que se trate de nazis sino que el compromiso sea genuino. Eso es cringe.
En su video así titulado, la youtuber Contrapoints, que dedicó gran parte de su tiempo a pensar cómo desradicalizar jóvenes de derecha, se refiere al poder del cringe como arma contra esta tendencia. En particular, habla de los videos de otro influencer, Harry Brewis, que se hizo conocido por reírse de referentes de la alt-right; según Contrapoints, esto hizo que muchos hombres que comenzaban a simpatizar con estas ideas se alejaran de ellas.
Aquí entramos en un terreno ambiguo. Por un lado, quiero destacar este tipo de acciones y rechazar lo máximo posible cualquier equivalencia entre tendencias radicales de izquierda y de derecha. Por el otro, no puedo evitar pensar que es necesario no sólo un mundo post-irónico sino incluso un mundo post-cringe; porque el cringe, como versión extrema de la vergüenza propia y ajena, implica poner la emocionalidad por encima de la razón, y me preocupan las consecuencias, no necesariamente de izquierda, que eso puede tener. Pero no puedo negar que el debate racional tiene fuertes límites: no siempre es fácil convencer al otro, aún con buenos argumentos, y muchas veces implica no sólo una pérdida de tiempo sino la posibilidad de legitimar como válida una posición racista, machista, transfóbica.
El slogan de la alt-right estadounidense es “facts don’t care about your feelings”: a los hechos no les importan tus sentimientos. En vez de criticar esto desde una perspectiva constructivista o posestructuralista, prefiero decir que a los sentimientos tampoco le importan demasiado los hechos.
No tengo conclusiones claras y cerradas sobre estos fenómenos, y sobre todo, me rehúso a buscar alguna trampa que me permita conciliar mi apoyo al peronismo (cuya relación con la política radical es, como mínimo, compleja) con mi igualmente sincero apoyo a movimientos más radicales en otros países. Es evidente que estamos viviendo una serie de transformaciones fundamentales (la crisis climática, la guerra comercial entre China y Estados Unidos, el surgimiento de populismos de derecha, la pandemia de COVID), cambios radicales que implican políticas igualmente radicales.