Bajo techo

¿Qué pasa con las tomas de tierras?

Las ocupaciones de tierras son la punta de un iceberg -geográficamente situado- en dónde más duele la Argentina: el conurbano, corazón que ahueca un sinfín de problemas estructurales en una pequeña porción de territorio que representa menos del 0,5% del suelo nacional.

“Todo lo que viene desde abajo, atravesando todos los niveles y los pisos que se elevan sobre la tierra, y la distancian, todo lo que rompe y aparece pese a estar sujeto, todo eso grita. Por eso la teoría, el pensamiento, podemos decir que grita cuando articula la vida a la palabra: cuando vienen desde el cuerpo de la tierra, busca sus cimientos, se apoya en ellos para decir lo suyo.”

León Rozitchner, texto inédito.

Hace meses escuchamos recurrentemente, aquí y allá, en boca de todos los formadores de opinión y de una buena parte de los dirigentes políticos, hablar con relajada simpleza sobre las tomas de tierras. Los opinólogos se esmeran en realizar rápidas caracterizaciones en torno a las ocupaciones “ilegales” de terrenos fiscales que, por lo general, pecan de panzallenismo y falta de profundidad. Las ocupaciones de tierras son la punta de un iceberg -geográficamente situado- en dónde más duele la Argentina: el conurbano, corazón que ahueca un sinfín de problemas estructurales en una pequeña porción de territorio que representa menos del 0,5% del suelo nacional. 

El conurbano alberga unas 17 millones de personas, es decir, más del 30% de la población y concentra alrededor del 40% de los pobres del país. El collage pintoresco de estos 24 municipios es muy complejo, y en él, el problema del acceso a la vivienda es central. La Provincia de Buenos Aires tiene más de 1800 barrios y asentamientos informales, casi la mitad del total de barrios precarios del país.

No sería un disparate en este contexto económico, en el que los cálculos más optimistas pronostican una recesión de hasta un 11% del Producto Bruto Interno, comparar esta grave crisis con la que padeció Argentina en el candente período 2001-2002. La diferencia entre este proceso y su antecedente a principios de siglo es, precisamente, el alto nivel de “colchón social” y estabilidad institucional que supimos construir. Más bonito y más grato que decir “colchón social” sería hablar de organización popular y comunitaria, pero nos hemos acostumbrado a hablar el lenguaje de las sociedades gobernables y no el de las sociedades justas. Tarea nuestra modificar esas costumbres.

Pensar la equivalencia entre ambos procesos es pensar también sus respectivos semejantes en lo que a la fractura de la matriz social respecta. El punto cúlmine del caos político-social en el 2001-2002, el momento en el que el Estado realmente perdió la capacidad de conducción de esa crisis múltiple, fueron los saqueos; imagen que se dibuja rápidamente en nuestras memorias cada vez que nos proponemos recordar ese tiempo. Allí quedó demostrado que el orden estaba definitivamente roto y que lo que estallaba por los aires en la política institucional y en la economía, hacía estragos por abajo. El gobierno del entonces Presidente Fernando De la Rúa no encontró antídoto, hubo que barajar y dar de nuevo. 

Democracia de la fractura social 

De alguna manera, los saqueos, como elemento plebeyo que desde la desesperación arremete contra la trascendencia principal de las sociedades modernas -la propiedad privada-, fracturan la autoridad del Estado y dejan al desnudo el fracaso de un valuarte del consenso alfonsinta: ¿con la democracia se come?

Esta coyuntura, en rigor de verdad, es sustancialmente distinta. Sin embargo, si nos detenemos a mirar dos o tres datos sobre la crisis económica que, producto de la pandemia que acechó al mundo entero, se agravaron y mucho, podemos encontrar unas cuantas problemáticas comunes. El desempleo creció 2,7% y la tasa quedó en 13% [INDEC], la más alta desde el año 2004; el Producto Bruto Interno se derrumbó un 19,1% [INDEC] en el primer trimestre del 2020, superando la caída del 2002, que llegó a alcanzar valores interanuales de hasta un 16,3%. La pobreza se ubica en el 40,9%.

Ahora bien, el “orden” no está roto, hay política y hay estabilidad institucional; pero también hay fractura social. No hay saqueos, porque el plato de comida en los hogares pobres se garantiza en casi cualquier rincón del país a través de organizaciones sociales y redes comunitarias. El crecimiento de los lugares de contención social en el periodo 2003-2019 fue inmenso. El agujero de la fractura no está precisamente en el plato de comida, las tasas de hambre en la Argentina son «bajas» (si es que existe tal cosa cuando hablamos del hambre) en comparación al resto de la región. La crisis alimentaria, por supuesto, está lejos de resolverse: 1 de cada 2 niños es pobre y 1 de cada 3 niños se alimenta en comedores escolares o de organizaciones barriales [Barómetro de Deuda Social de la Infancia de la UCA]. 

El nudo del enredo argentino reside, ahora más que nunca, en la falta de acceso a la vivienda formal. No hay una brecha en la desigualdad habitacional, hay un abismo. Las tomas de tierras, el constante crecimiento de las villas y asentamientos, son el equivalente social silencioso de esos saqueos acontecidos a principios de los 2000. El Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires se jacta de haber desactivado cerca de 900 tomas de tierras en lo que va del año. Por su parte, el Secretario de Acceso al Hábitat de la Provincia de Buenos Aires sentenció: “el déficit habitacional proyectado en la Provincia es de aproximadamente 1.240.000 familias que tienen problemas de vivienda”. 

Allí, también, se rompe nuestra democracia.

Desigualdad en el acceso al hábitat

El RENABAP (Registro Nacional de Barrios Populares) registró en 2017 unos 4.228 barrios que cubren 330 kilómetros cuadrados y albergan más de 3 millones de habitantes. De esos barrios y asentamientos, más de la mitad nacieron antes del año 2000, el resto es posterior a los 2000 y casi un cuarto del total son posteriores a 2010.

Soy partidario de la idea de que vivir en una villa no tiene casi nada rescatable más allá del -positivo- sentido de pertenencia que algunos tienen con su barrio. En las villas son fuertes los lazos de comunidad, todo el resto es frágil y problemático: las conexiones a servicios, la humedad, las enfermedades, el acceso al internet, la convivencia y las situaciones laborales. Hay que abandonar ese horrible hábito de romantizar e infantilizar la pobreza; ya de por sí feminizada e invisibilizada.

La desigualdad en el acceso a la vivienda digna es infinitamente mayor hoy que hace 20 años, la lógica rentista de las inmobiliarias que gobierna el acceso al hábitat nos arrincona en un terreno pantanoso: los alquileres suben desenfrenadamente los precios (por el aumento incesante de demanda), los barrios populares y los asentamientos crecen cuantitativamente todos los años y la democratización del acceso a la vivienda, como problema estructural, está muy lejos de resolverse. 

Si tomamos el ejemplo de la Capital Federal, epicentro del holding inmobiliario, el valor del metro cuadrado en dólares mantiene un aumento sostenido (salvo leves caídas) en el periodo 2001-2018, según esta investigación del equipo de Properati. ¿Cómo se puede aspirar a acceder a una vivienda propia cuando el valor del metro cuadrado alcanza en algunos casos hasta 2171 USD (ver gráfico) y el salario mínimo vital y móvil ronda los 200 USD? ¿Cómo se pretende evitar las tomas en la Provincia de Buenos Aires, por tomar un ejemplo azaroso, si el precio de un lote promedio ronda los 40.000 USD?

Pagar el terrenito

Partamos de una apreciación personal (compartida por los movimientos sociales): las tomas no están bien, no solucionan el problema de fondo, pero el reclamo es legítimo y cumple con la estrategia de visibilización. El problema de las tomas de tierras ataca directamente al fenómeno de la gobernabilidad, es muy difícil resolver una toma -como la de Guernica, caso emblema- sin distorsionar asimismo la autoridad del Estado y sin esperar un rebote semejante en el resto de las tomas del país (Rio Negro, La Plata, Neuquén, entre otras tantas del conurbano). Ampliemos esa premisa alfonsinista: ¿Con la democracia se puede vivir dignamente? Me limito a creer que sí, pero no sin la decisión política de hacerlo y sin arrastrar consigo una ampliación de las instituciones y la eficiencia del Estado.

El problema de las ocupaciones es mucho más que sus implicancias penales, es un hecho social directamente vinculado al déficit habitacional y al mercado de tierras, razón por la cual, excede los rígidos límites del derecho. Además, está muy claro que los conceptos de legitimidad y legalidad en Argentina por lo general sufren distintas interpretaciones según la pertenencia de clase. Esta investigación de Edipo, publicada en el blog Lobosuelto!, resulta muy aclaratoria en referencia a los ¿legítimos? dueños de esas tierras en disputa.

Los sin techo en la Argentina tienen muy incorporado esto de “pagar por lo propio”, un reclamo recurrente es el derecho a poder pagar. Nadie, o casi nadie, ocupa una tierra esperando que se la regalen. El fin, en última instancia, es el tan mentando «loteo social”: una suerte de mercado reglado que favorece al acceso a las tierras, dándolas a pagar en cuotas laxas a 10, 20 o 30 años, regulando la autoconstrucción a través de microcréditos, con el Estado arbitrando y conduciendo ese proceso. Sin ir demasiado lejos, esa práctica fue bastante usual entre los años 40 y 1976. La dictadura cortó esa modalidad de acceso a la tierra que volvió, no casualmente y de forma masiva, a fines de los años 90 y principios de los 2000. 

El loteo social tiene sus beneficios y también sus limitantes. Por un lado, permite esbozar un diseño urbano de entrada, delimitando las manzanas y generando los pasajes formales de infraestructura (con conexiones domiciliarias) que los gajes de la informalidad y el crecimiento no planificado del mercado informal de tierras, no suele permitir. La principal limitante tiene que ver, sobre todo, con que el recurso es escaso (en términos presupuestarios, pero también de tierras adaptada) y no puede darse en simultáneo a gran escala; tiene que haber urbanizaciones, loteos sociales y también des-densificación de los centros urbanos. Se necesita integralidad de acción para un planeamiento urbano exitoso. El hecho de reconocer las tierras por estas vías de reclamo, naturalmente, podría alentar nuevas tomas; sobre ese temor delinean su intervención en Guernica las autoridades de la Provincia de Buenos Aires.

La segunda limitante, que no debiera ser excusa si es que existe decisión política de romper la brecha habitacional, tiene que ver con el gasto público. A muchos intendentes del conurbano, que hacen malabares para administrar el presupuesto asignado, les resulta más rentable y menos problemático rematar a bajo precio terrenos fiscales despoblados para proyectos inmobiliarios privados que para organizar barriadas. Un country paga más impuestos y se urbaniza solo. Es lamentable, y no por eso menos cierto.

El caso Guernica

Al igual que en el mítico cuadro de Picasso, la imagen del barrio Guernica es, a los ojos de cualquier persona con un mínimo grado de humanidad, dolorosa: gente que está dispuesta a resistir -incluso- un desalojo policial con tal de acceder a un terrenito. Como en todo fenómeno social, existen contingencias y particularidades que, alimentadas por la especulación política y policial, se aprovechan del problema original para lucrar con la necesidad. 

Es cierto que hay quienes impulsan las tomas para cometer ilícitos con el loteo informal, controlar el territorio y llenarse los bolsillos. Pero mucho más cierto, volviendo al caso de Guernica, es que esos “vivos” son un número ínfimo y que si uno rastrea entre las dos mil familias que se encuentran ocupando esas tierras, ninguna de ellas tiene un techo formal y sus situaciones laborales son, sin excepciones, difíciles. Ese dato se observa claramente en el censo llevado a cabo por el dispositivo interministerial de la Provincia al que más de 1400 ocupantes respondieron. La informalidad es un laberinto del que es difícil salir.

El problema de fondo merece una reforma en el modo de pensar lo urbano, este nivel de concentración en las ciudades no es sano. Me tomo el atrevimiento de arriesgar que la densidad poblacional del conurbano no se soluciona con tomas pero tampoco construyendo viviendas, porque ese recurso no alcanza para atender la emergencia habitacional y además conlleva otros problemas: ¿da abasto la Provincia para garantizar, por ejemplo, 500.000 redes pluviales formales nuevas?

Si existe un conflicto que, como vimos, es tan estructural y está entre las primeras necesidades básicas insatisfechas de nuestro pueblo, entonces tenemos que resolverlo como el resto de los problemas importantes: desde el diálogo, con seriedad y sin respuestas demagógicas para la tribuna, con la presencia del Estado arbitrando y garantizando soluciones para el conjunto de la comunidad. Respetando los derechos de los propietarios, pero revisando la legitimidad de esos propietarios. Mostrando direcciones: empezando siempre por los últimos, para llegar a todos. Con balas no.

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